jueves, 26 de abril de 2012

Islandia, país de cine


La espectacular naturaleza volcánica, los campos de lava, el hielo, los ríos impetuosos, los fiordos y las cascascas convierten al país en un bellísimo plató al aire libre. Clint Eastwood filmó allí parte de "The Flags of our Fathers" (2005), James Bond se paseó por sus paisajes en "A View to kill" (1985) y "Die Another Day" (2002) y la serie "Games of Thrones" también se ha filmado allí. Este verano la isla acogerá el rodaje de "La pell freda", el best seller de Albert Sánchez Piñol. ¿Quién da más?

martes, 24 de abril de 2012

Islandia, ejemplo también para salir de la crisis


(Artículo publicado en El Periódico el 22 de abril de 2012)

Un amigo islandés, Gudmundur, me pregunta cómo van las cosas por España. “Acabo de leer que la economía está muy mal y que os costará salir de la crisis”, me dice con aire preocupado. Mientras le escucho, recuerdo que en octubre de 2008 los periódicos de todo el mundo hablaban de la crisis islandesa, del hundimiento de la Bolsa y de los bancos, de la devaluación en un 60% de la corona islandesa y del negro futuro que se cernía sobre esta isla remota. Hace tres años y medio las miradas estaban puestas en Islandia, primera víctima de la crisis financiera, pero ahora este país nórdico tiene ante sí un panorama optimista, hasta el punto que son los islandeses los que observan con preocupación la crisis española.
            Vayamos a las cifras: el paro en Islandia es ahora sólo del 7%, la inflación se ha estancado, las exportaciones superan a las importaciones y para este 2012 se prevé un crecimiento del 2,5%. No está nada mal para un país que hace tres años estaba en bancarrota, cuyos bancos dejaron deudas que multiplicaban por diez el Producto Interior Bruto y que tuvo que recurrir a la ayuda del Fondo Monetario Internacional. Un puñado de jóvenes banqueros, demasiado ambiciosos y demasiado corruptos, se habían lanzado a conquistar el mundo con arriesgadas operaciones financieras y comprando cuanto se ponía a tiro, lo que les había valido el apodo de los Buykings, neologismo que nace de las palabras “viking” y “buy” (comprar). Entonces, cuando aún no habían aflorado sus prácticas de capitalismo de casino, despertaban la admiración de medio mundo y contaban con la colaboración de algunos políticos que viajaban en los jets privados o en los yates de las nuevas estrellas y asistían encantados a sus glamurosas fiestas.
            Pero en octubre de 2008 este mundo de apariencias se hundió estrepitosamente. Llegó la kreppa (la catástrofe) y los 320.000 ciudadanos islandeses descubrieron que, tras unos años de euforia en los que Islandia se consideraba un país modelo, de repente les costaba pagar la hipoteca y sacar adelante la economía familiar.


            Nada fue lo mismo a partir de octubre de 2008, pero el pueblo islandés, lejos de resignarse, salió a la calle para exigir responsabilidades. Una multitud decidida acudía a  manifestarse cada sábado ante la sede del Parlamento, y no paró hasta conseguir que se convocaran unas elecciones en las que ganó la oposición socialdemócrata. Fue aquella una revolución silenciada, pero eficaz. Los indignados islandeses consiguieron además que un grupo de ciudadanos redactara una nueva Constitución, que se detuviera a algunos banqueros corruptos y que se llevara a juicio al primer ministro de 2008, Geir Haarde.   
            “Islandia es un modelo a pequeña escala para el mundo en cuanto a temas de conflicto, intereses, independencia y dependencia”, me decía en el verano de 2008 el escritor Andri Snaer Magnason, autor de Dreamland, un libro que denunció ya en 2007 la venta de la espectacular naturaleza de Islandia a multinacionales del sector del aluminio. Por lo visto tenía razón. Lo confirman las noticias que nos llegan desde allí y documentales premiados como Inside Job, de Charles Ferguson.
            Islandia fue el primer país víctima de la crisis, y ahora vuelve a ser un ejemplo para poder salir de ella. En sólo tres años y medio deja atrás la recesión y vuelve a generar riqueza, con una mujer al frente del Gobierno, Jóhanna Sigurdardóttir, cinco ministras (frente a cuatro ministros) y muchas mujeres en los puestos clave del poder. En el sector bancario, por ejemplo, son las mujeres las que han tomado el relevo de los banqueros corruptos y han devuelto la confianza al país.
            “Las mujeres siempre han sido importantes en la historia de Islandia”, apunta Vigdis Finnbogadóttir, presidenta entre 1980 y 1996 y aún actualmente el personaje más admirado del país. “En un país pesquero las mujeres tienen que ocuparse de tener en orden la casa mientras los hombres se hacen a la mar. Aquí siempre ha sido así. Pienso que nunca hubiera sucedido lo que sucedió si hubiera habido más mujeres en el poder”.
            En este contexto, una de las estrellas del actual Gobierno es la joven ministra de Cultura, Katrin Jakobsdóttir. Tiene 36 años y 3 hijos, pero llama la atención por su aspecto adolescente. Ella es la responsable del nuevo equipamiento cultural, el auditorio Harpa, llamado a revitalizar la vida cultural islandesa, muy activa ya de por sí, con Björk y Sigur Rós como estandartes, y a atraer al turismo de convenciones a Reykiavik.


            “No pienso que el Harpa fuera necesario ahora”, comenta el arquitecto Gudmundur Einarsson, “pero decidieron seguir adelante para no perjudicar aún más al sector de la construcción, que pasa por muy mal momento desde que estalló la burbuja inmobiliaria. De todos modos, admito que es bueno para la música islandesa”.
            Cuando Katrin Jakobsdóttir fue nombrada ministra de Cultura hace tres años, una de sus primeras decisiones fue seguir adelante con aquel proyecto faraónico del que sólo había los cimientos. La inauguración del Harpa, en mayo de 2011, le dio la razón, ya que 800.000 personas han pasado por el auditorio en un año y la elegante silueta del edificio, situado en el puerto, ya es un nuevo símbolo de la capital islandesa.
            La cultura, por otra parte, siempre ha sido un valor al alza en Islandia, un país con numerosos músicos, artistas y escritores en el que hace sólo unos días se inauguró, en el prestigioso museo Kjarvalsstadir, una exposición sobre el recientemente fallecido Antoni Tàpies.
            Islandia ha sabido apostar una vez más por la cultura, sin olvidar, sin embargo, los dos sectores básicos para su economía: el turismo y la pesca del bacalao. Gracias a esta última, las exportaciones superarán a las importaciones este año. Quizás por esto, dos tercios de los islandeses, nada partidarios de compartir sus productivas aguas territoriales, se muestren en contra de la entrada en la Unión Europea.  
            La pesca del bacalao es básica para las exportaciones, pero Islandia también destaca en innovación. Ahora mismo, mientras los islandeses siguen resignados las noticias sobre posibles nuevas erupciones volcánicas (hay una cada cuatro años), dos científicos de Reykiavik acaban de anunciar que han logrado un nuevo cemento hecho con cenizas del famoso volcán Eyjafiallajökul, aquel que en la primavera de hace dos años provocó el caos aéreo en Europa. El nuevo cemento es, además, más ecológico, algo que en Islandia siempre es un valor a tener en cuenta.


            Las previsiones turísticas, mientras, también van al alza, como confirma la ministra de Turismo, Katrin Juliusdóttir, que lucha “por evitar que se concentre en los meses de verano, cuando el sol de medianoche reina en la isla”. Otra buena noticia para Islandia es precisamente que este año ha aumentado el número de visitantes que han viajado a la isla para contemplar las espectaculares auroras boreales, calificadas por el escritor Einar Már Gundmundsson como “el yoga de los países nórdicos”.
            Sobre la mesa de la ministra de Turismo, mientras, descansa desde hace unos meses un proyecto envenenado: una propuesta de un empresario chino para construir un eco resort de 300 kilómetros cuadrados en el norte de la isla. El presupuesto del proyecto, 7 millones de euros, resulta muy atractivo para el Gobierno, pero el respeto por la naturaleza que sienten los islandeses impide de momento una aprobación que podría ser el espaldarazo definitivo para salir de la crisis con nota.

Uzbekistán (14): "Guerra y Plov" en Fergana


El Tantana es un local espacioso y de luz escasa de la ciudad de Fergana, a medio camino entre el restaurante de grupos y la sala de fiestas de ambiente canalla. Los pocos extranjeros que hay son casi todos rusos o ucranianos. Como en nuestro pequeño grupo hay mayoría de Ucrania, los que no lo somos ya hemos aprendido a decir “Da” cuando nos preguntan si somos ucranianos. Así lo hacemos con los seguratas que mantienen a raya a los curiosos frente a una puerta en la que hay aparcados varios deportivos de color rojo que confirman que, en efecto, en el Valle de Fergana se mueve dinero a espuertas.
            Comemos a la luz de las velas, no por romanticismo, si no porque falla, una vez más, el suministro eléctrico. A las ucranianas aún les queda una botella de vino blanco que trajeron de Kiev y, amparadas en la oscuridad, la descorchan para compartirla. Para comer nos dan plov, el arroz típico de esta tierra. “Uzbekistán es un lugar muy literario”, bromea Nick después de beber un par de vasos. “Estoy pensando en quedarme para escribir una novela que se titularía War and Plov”. Todos nos reímos, menos Tolstoi.
            A los postres empieza el espectáculo en el escenario. El criterio es el de todo cabe. Hay danzas tradicionales, coreografías de influencia china, una versión libre de West Side Story y una demostración pseudoerótica. El momento culminante es cuando, entre los bailarines, reconocemos, vestida de campesina alegre, a nuestra camarera. Ahora comprendo porque tarda tanto en servirnos…


          Al final hay baile, con una pista invadida por familias enteras (niños incluidos), jóvenes desmadrados, bebés en brazos, alguna que otra buscona y nuestro raro grupo, observado por los uzbecos como lo más exótico de la noche. Para amenizar la velada, hay un conato de pelea que termina en nada. “Es el vodka”, les excusa un segurata.
            Cuando nos sentamos de nuevo, una de las ucranianas me pide que le sirva vino. Me sorprende, ya que tiene la botella a su lado. “Según la tradición ucrania”, me aclara, “el vino tienen que servirlo los hombres”.
            Es lo bueno que tienen los viajes: que aprendes cosas. Claro que, en este caso, he tenido que ir a un lejano valle de Uzbekistán para aprender algo sobre Ucrania. En fin, debe de ser verdad que el mundo es cada vez más global. Sobre todo de noche.

sábado, 21 de abril de 2012

Uzbekistán (13): El Valle de Fergana


El Valle de Fergana es un mundo aparte dentro de Uzbekistán. Está formado por tierras fértiles donde vive el 30% de la población de un país que en sus dos terceras partes es desierto. El Valle de Fergana es, pues, un maravilloso mundo aparte, a tan sólo un paso del Kirguistán. Se encuentra a 270 kilómetros de Tashkent y para llegar hasta allí hay que pasar por el alto de Kamchik, de 2.670 metros. La carretera, llena de curvas y con nieve a ambos lados, es un ritual iniciático, con puestos militares, controles y carteles de prohibido fotografiar. En las curvas hay coches de policía siluetados en cartón para intimidar a los conductores. La primera vez, de lejos, te los crees; después se transforman en un cómico elemento decorativo.


La obsesión por el control llega a tal extremo que están prohibidos los autocares y que apuntan tu nombre y número de pasaporte cuando entras en el valle. Nos cruzamos con un convoy de camiones cargados de gas escoltados por la policía. Su destino es la China, mientras que en Uzbekistán hay cortes frecuentes de suministro. Con ellos viajan el poder del dinero y el fantasma de la corrupción.
            Lo primero que te encuentras al llegar a Fergana es un ancho valle y muchas paradas de pan y fruta. Comprar pan en el valle es una garantía, ya que tienen grandes hogazas, primorosamente decoradas y con un sabor buenísimo. Da la impresión de que aquí cuidan el pan con primor, como si fuera una obra de arte. 


       Cuando bajamos a comprar pan con Nick, el inglés del grupo, se nos acerca un muchacho y nos pregunta: “Are you tourists?”. Cuando le decimos que sí, sonríe de oreja a oreja y se nos queda mirando en silencio. Es evidente que aquí hay muchos menos turistas que en Samarkanda. Cuando Nick le dice al chico que viene de Inglaterra, el muchacho no consigue situar este extraño país en el mapa. Tampoco a Barcelona. Al final concluye que somos de Germania, el único país europeo que le suena.
        En el mercado de Chust estalla la vida. Es domingo y está abarrotado de gente y de paradas que denotan que en Fergana domina el elemento campesino. Me llaman la atención las paradas de huesos de albaricoque tostados. La semilla está riquísima.
         Comemos muy bien en casa de una artesana que fabrica los típicos casquetes uzbecos: plov, fruta, yogurt, frutos secos… Ella nos cuenta que se llama Tohta (“Stop” en uzbeko). “Soy la hija número doce y mis padres no querían más. La advertencia del nombre funcionó”. 


       No muy lejos de Chust, nos detenemos en una antigua construcción de barro muy deteriorada. Es lo que queda de la ciudad perdida de Akhsykent, la antigua capital destruida por los mogoles y rematada por un terremoto en 1620. El lugar, con el río Sir Dariá a un paso, rodeado de tierras fértiles, es misterioso, evocador, fascinante. Unos niños buscan fragmentos de cerámica entre el barro, trozos del esplendor perdido de la antigua Ruta de la Seda.


            Vemos unos cuantos caballos camino de Fergana. Son pesados y fondones. Nada que ver con los altos, ágiles y fuertes Sky Horses que dieron fama al valle en el pasado.
Las calles de la ciudad de Fergana están vacías. Hace frío, nieva. En el hotel no hay turistas, pero sí muchos hombres de negocios vestidos de negro. “En Fergana se hacen muchos negocios…”, me susurra un amigo uzbeko, “y no siempre legales”. 

lunes, 16 de abril de 2012

Uzbekistán (12): "Embajada a Tamerlán"


En el mausoleo de Tamerlán en Samarkanda –bellísimo, impactante- me impresiona la lápida negra bajo la cual reposan los restos del gran conquistador. De hecho, hay cinco tumbas bajo la cúpula; la más fotografiada es la de Tamerlán, pero la que más me intriga es una en la que nadie sabe quién reposa. En la cabecera alguien clavó un palo con una cola de caballo colgada de lo más alto, lo que lleva a pensar que se trataba de un nómada desconocido que se coló en el mausoleo del conquistador.

 
            A la salida del mausoleo, me fijo en la placa de una calle que lleva el nombre de Ruy González de Clavijo, el español que visitó Samarkanda durante un largo viaje que duró entre mayo de 1403 y marzo de 1406. “La ciudad de Samarkanda”, escribió en Embajada a Tamerlán, “está asentada en un llano y es cercada de un muro de tierra, y de cavas muy hondas, y es poco más grande que la ciudad de Sevilla”. La califica de “ciudad de maravillas” y habla con embeleso de sus fiestas, de los elefantes que tenían como arma de combate y de la afición de sus ciudadanos por el buen comer y beber.


Visito después el observatorio de Ulughbek (1394-1449), nieto de Tamerlán que destacó por su amor a las artes y a la astronomía. Llegó a catalogar 1080 estrellas y debió de ser toda una rareza cultural en aquel mundo de guerreros. El recordado y venerado, sin embargo, es Tamerlán, el conquistador cruel.
        En la hermosa necrópolis de Shakhi Zinda me sorprendre el mausoleo de un primo de Mahoma. “Vino aquí en el siglo VII a predicar el islam, pero lo decapitaron”, cuenta un guía en tono monótono. “La cabeza siguió hablando desde el suelo. Cuando terminó el sermón, se la puso bajo el brazo y se dirigió andando a esta tumba”. La arqueología indica que el mausoleo se construyó en el XII, cinco siglos después. Hay, pues, una contradicción con la leyenda, pero ya se sabe que la lógica no es el punto fuerte de leyendas y milagros. 

        Por la tarde, en el bazar, me quedo asombrado ante la gran variedad de melones, el rojo intenso de las granadas y las bolas de yogurt y de queso de claro origen nómada. Samarkanda no parece haber cambiado desde la Embajada a Tamerlán. La confirmación llega por la noche, cuando en una discoteca del centro me muestran, junto a la pista de baile, las ruinas de una antigua torre de guardia. El recuerdo de Tamerlán y una modernidad remojada en vodka vuelven a darse la mano.

miércoles, 11 de abril de 2012

Uzbekistán (11): Samarkanda y el Corto Maltés


Siempre quise viajar a Samarkanda... Supongo que el anhelo surgió hace muchos años, cuando descubrí, leyendo La casa dorada de Samarkanda, que Samarkanda era una de esos nombres mágicos que incitan a la aventura. Igual sucede con Zanzíbar, Madagascar y Tombuctú... Entonces me gustaba leer y releer las aventuras del Corto Maltés por Samarkanda, y me atraía la ciudad porque había sido etapa destacada de la Ruta de la Seda, etiqueta que asocio a viajes soñados y a caravanas de camellos que avanzan lentamente por el desierto, cargadas de tesoros exóticos rumbo al infinito y más allá.

Hasta ayer, Samarkanda era sólo un nombre subrayado en el mapa. Hoy, tras muchas horas de carretera –demasiadas- por fin he llegado allí. Es tarde, cerca de medianoche, y me cuesta contener la emoción. Con la nariz pegada a la ventanilla del minibús, veo cómo se van sucediendo suburbios fantasmales con feos edificios y calles vacías y mal iluminadas punteadas, muy de vez en cuando, por el esplendor de una mezquita o los restos de murallas desmoronadas.
         El cansancio aconseja, tras el largo viaje, ir directamente al hotel a descansar. Después de registrarme, sin embargo, no resisto la tentación de ir a visitar el Registán, el bellísimo conjunto de edificios que resume el esplendor de la ciudad. Bajo una niebla inquietante que difumina la luz tímida de las farolas, admiro la impresionante mezquita de Ulughbek y las madrazas contiguas, maravillas que parecen haberse confabulado para acotar una plaza enorme asediada por lejanos ecos de la Ruta de la Seda.


            Mientras contemplo el Registán, solo en medio de la plaza, rodeado de frío, silencio y majestad, me doy cuenta de que Samarkanda tiene por la noche un aire irreal, de otro mundo, con la niebla tejiendo un velo de misterio alrededor de este espacio mágico.
Permanezco unos minutos disfrutando de la soledad del Registán, hasta que me parece ver una sombra que huye. ¿Quién puede ser? ¿Alguien que busca un lugar donde cobijarse?, ¿un turista perdido?, ¿un ladrón?... La sombra se esfuma en la noche… Mientras vuelvo caminando hacia el hotel, encogido por el frío, pienso que quizás se trataba del Corto Maltés, el aventurero de La casa dorada de Samarkanda, el hombre de largas patillas, tabardo azul y gorra de marino que no se arredraba ante nada. No me extrañaría que estuviera allí para reivindicar Samarkanda como dominio irrenunciable del misterio y la aventura.
A la mañana siguiente, cuando regreso al Registán, compruebo que la luz del día le arrebata buena parte de su misterio. Lástima. Hay grupos de turistas, vendedores ambulantes, fotógrafos de lance e incluso una pareja de novios que ha venido a hacerse unas fotos frente al monumento. Del Corto Maltés, ni rastro. 


lunes, 9 de abril de 2012

Uzbekistán (10): El palacio de Shakhrisabz


La ciudad de Shakhrisabz, nombre que significa “ciudad verde”, está situada en una fértil llanura a unos 80 kilómetros de Samarkanda. Allí nació en 1336 el gran conquistador Tamerlán, y en esta región pasaba sus inviernos, en el siglo IV a. C., Alejandro Magno. Aquí, por cierto, fue donde conoció a la guapa y mítica Roxana.


Del que fuera Palacio de Verano de Tamerlán, el más grande de los edificios jamás construidos por el conquistador, sólo quedan en pie dos inmensos pilares, de 88 metros de altura, cubiertos en algunas partes de mosaicos blancos, azules y dorados. Entre ellos había un gran arco de 22,5 metros de ancho, pero se hundió hace 200 años, y hoy sólo permanecen en pie los pilares. Son suficientes para hacerme una idea de las gigantescas dimensiones del palacio del último de los grandes conquistadores nómadas de Asia Central.


Cerca de los pilares se levanta una gran estatua de Tamerlán (aquí todo es de medida XXXL), que recuerda a los uzbekos el gran poder que llegó a acumular el conquistador. Llevados por la tradición, muchos ciudadanos dan tres vueltas alrededor de la estatua en busca de suerte. Yo me cansé a la segunda, pero, bueno, supongo que alguna suerte me dará.

viernes, 6 de abril de 2012

Uzbekistán (9): En las montañas de Langar


Tres águilas sobrevuelan el pueblo cuando llego a Langar. Estamos en el corazón de las montañas, a 1.400 metros de altura, y lo primero que me llama la atención es un cementerio tan grande en un pueblo tan pequeño. Lo segundo es que, entre los enterrados, haya varios centenarios, lo que confirma la longevidad de las gentes de aquellas montañas. 


         Langar es un pueblo extraño, con casas camufladas en la montaña y una hermosa mezquita del siglo XV, un tanto degradada, que rinde homenaje, según me cuentan, a un santón que se retiró a estas montañas hace quinientos años, siguiendo el rastro de un camello blanco que se le había aparecido en sueños. 


          Los niños que salen a recibirnos nos saludan en francés. Cuando pregunto a qué se debe, me dicen que en el pueblo hay un profesor de francés, Ozod. Me llevan a su casa. Es un tipo encantador que habla un francés aprendido hace treinta años en Tashkent. “Lo estudié porque me gusta la cultura francesa”, me dice con orgullo. “Pero en Uzbekistán hay poca gente que lo hable. La gente prefiere el ruso o el inglés, pero a los niños de este pueblo les enseño francés”.
           Ozod tiene 53 años y hace tres días que nació su primer nieto. El hombre está feliz. Comemos en su casa, sentados en el suelo, y a los postres saca unas botellas de vodka para celebrar que ya es abuelo. Brindamos por su nieto, por su familia y por el futuro.


Cuando nos vamos, me abraza y me dice: “Pareces un cosaco con este bigote. Si hubieras llegado al pueblo montado a caballo, blandiendo una espada por encima de tu cabeza, todo el mundo hubiera pensado que eres un cosaco. Vuelve cuando quieras. Tu casa es mi casa”.
A la salida de Langar, los niños siguen un centenar de metros al minibús gritando “au revoire”. Ozod sonríe satisfecho. Gracias a él, los niños de este lugar remoto hablan francés.

martes, 3 de abril de 2012

Uzbekistán (8): El santuario sufí de Naqshband


Hay, cerca de Bukhara, un lugar que conmueve: el mausoleo de Bakhautdin Naqshband, un místico sufí de quien se dice que era muy milagroso. Vivió en el siglo XIV y sus seguidores, que forman la orden sufí más influyente del mundo, le levantaron un mausoleo en el siglo XVI. Hace unos años este lugar sagrado para los sufís era una pura ruina, pero los fieles seguían visitándolo con devoción. Daban tres vueltas alrededor de un tronco muerto que consideran sagrado, dejaban unos billetes bajo el mismo, pedían un deseo y se esforzaban por arrancar una astilla que les serviría de protección. 


            En el 2003 el santuario fue restaurado. A mi parecer, en exceso. Reconstruyeron mezquitas, madrazas y mausoleos tan a fondo que parecen nuevas, dándoles un esplendor de nuevo rico, pero los fieles siguen acudiendo al lugar que más les importa, el árbol de los deseos, el tronco sagrado que les protege de un futuro aciago, y se esfuerzan por arrancar una astilla con ayuda de un cuchillo.
 No muy lejos del santuario se encuentra el palacio de verano del emir, construido a principios del siglo XX en un estilo mezcla de ruso y centroasiático. El emir era un hombre cruel que mató a dos enviados británicos, pero deja entrever en su palacio, lleno de objetos traídos de lugares lejanos, que le atraía la ostentación.


Mientras paseo por el palacio, sin embargo, no puedo evitar pensar en el tronco de los deseos del santuario sufí, donde, lejos de tanto lujo, una sola astilla basta a los devotos para sentirse los seres más afortunados del mundo.

domingo, 1 de abril de 2012

Uzbekistán (7): De Bukhara a la Tomatina de Bunyol


Los viajes, a menudo, tienen momentos raros. Es lo que tiene salir de la monotonía del día a día. En Bukhara, por ejemplo, acabamos cenando en una madraza-museo. La mesa estaba dispuesta en el corazón de la antigua madraza y a nuestro alrededor había vitrinas con trajes típicos, platas decoradas e instrumentos de música. Era todo muy raro; y hacía frío. Una estufa de gas trataba de calentar la sala, pero los frecuentes cortes de suministro convertían en inútil su propósito.
        La cena estuvo bien: pepinos, tomates, cebolla y riquísimos mantis de calabaza y de carne con cebolla. Y un pan de horno de leña exquisito. Por cierto, a la ensaladilla rusa los rusos la llaman Salade Olivier. Curioso y significativo. O sea, que de rusa tiene poco.


           En la sobremesa, con la llegada del vodka, la conversación se animó. Empezó Iuri, el ruso, que nos contó que había nacido en Yalta, ahora en territorio ucraniano. “Siempre que puedo regreso allí”, dijo con los ojos húmedos. “Es mi lugar preferido en el mundo”.
         Tatiana, rusa nieta de deportados, nos cautivó contando que había nacido en los Montes Altai, en Siberia. “Viví allí 24 años y recuerdo que hacía mucho frío y que había mucha nieve, pero guardo un buen recuerdo de aquella región”.
      La nostalgia es una buena aliada de la infancia, aunque para Katerina, una de les ucranianas, lo más bonito que había visto hasta entonces era Italia. “Adoro el Mediterráneo”, suspiró. “Me encantaría viajar a Barcelona”.
      Pude comprobar que Barcelona cuenta con muchos puntos en el ranking de destinos soñados, pero me sorprendió comprobar que tanto rusos como ucranianos sueñan con viajar al pueblo valenciano de Bunyol. El motivo: la Tomatina, esta fiesta de multitudes en la que se lanzan tomates a espuertas y la calle acaba tapizada de ketchup. Lo habían visto en la tele y lo encontraban excitante, más incluso que los Sanfermines, un clásico antes de la fiesta tomatera.


        Cuando nos trajeron la nota, se inició el típico tráfico de 1.000 soms, el billete más grande de Uzbekistán, que equivale a unos 0,30 euros. Este desfase contable te obliga a ir siempre con los bolsillos abultados de billetes. “Pagar una cena es fácil”, se reía la uzbeka Mashenka mientras iba amontonando billetes sobre la mesa. “Lo divertido es cuando tienes que pagar un coche que puede costar 30 millones de soms. La gente suele pagarlo en billetes porque no se fía de las tarjetas de crédito y llegan a amontonar hasta treinta mil billetes de 1.000 soms”.
            Un exceso, din duda. Y pensar que Joan Laporta cobró 10 millones de euros por asesorar a un magnate uzbeko… Si hubiera cobrado en soms serían 24.500 millones. O sea: 24,5 millones de billetes de 1.000 soms. Como para cobrarlo al contado… Uf!