viernes, 28 de febrero de 2014

Thimphu, una capital sin semáforos



En Thimphu, la capital de Bután, te comentan con orgullo que no hay ningún semáforo en sus calles. No sé si esto contribuye a la felicidad, pero lo cierto es que no hay atascos en Bután. Claro que son sólo 600.000 (50.000 en Thimphu) en un país del tamaño de Suiza, aunque con montañas más altas. En cualquier caso, en la esquina principal de Thimphu los guardias no parecen muy agobiados con el tráfico.
A la salida de Thimphu, por cierto, hay la única autopista del país. Tiene sólo 7 kilómetros de largo, pero es que los llanos no abundan en Bután. Aunque es de cuatro carriles, aquí también está prohibido circular a más de 50 por hora. Y fumar, claro. Muy cerca hay un moderno centro comercial en el que se encuentra la única escalera mecánica de Bután. Es un éxito: la gente no compra mucho, pero les gusta subir y bajar por la escalera, una de las grandes atracciones del país, si dejamos de lado la felicidad y las montañas. 
La calle principal de Thimphu parece sacada de un pueblo, con casas bajas pintadas de colores, poco tráfico y tiendas en las que no puede decirse que haya un desenfrenado consumismo. En la plaza principal, los niños juegan al fútbol, ajenos a la noticia de que la FIFA sitúa al Bután en las últimas posiciones de los países del mundo. Hay un documental del 2003, por cierto, The other final, que trata del enfrentamiento en 2002 entre los dos peores países del ranking FIFA: la isla de Montserrat y Bután. Aquel día ganó Bután, pero los montserratinos alegaron que les había perjudicado el mal de altura, ya que el partido se jugó a 2.200 metros. El mismo día, para más recochineo, se jugaba la auténtica final del mundial, entre Brasil y Alemania.

viernes, 21 de febrero de 2014

Bután, la felicidad a 250 dólares por día



El vuelo de Katmandú a Paro, el aeropuerto internacional de Bután, es un buen prólogo para introducirse en la geografía de Bután, un reino oculto entre los altos picos del Himalaya. Michel Peissel escribió en 1971 un libro titulado Bután secreto, y hay que admitir que este pequeño país, poblado tan sólo por 600.000 personas, sigue teniendo mucho misterio. Su nombre en butanés es Druk Yul, que significa “la tierra del trueno del dragón”, y la única compañía aérea que vuela hasta allí, con un descenso final vertiginoso, casi rozando las montañas, es Druk Air, cuyos aviones exhiben un dragón en la cola. 
La terminal de Paro, en la que domina la madera pintada y un gran retrato de los Reyes de Bután, es pequeña, y los trámites sencillos, siempre que vayas provisto de uno de los visados más caros del mundo: 250 dólares por día (incluye alojamiento, comidas y coche con guía). En Bután queda claro, en cualquier caso, que no quieren turismo barato. Un anuncio que recuerda que está prohibido fumar en todo el país (la venta de tabaco se castiga con prisión) y la apuesta del Gobierno por la Felicidad Nacional Bruta avisan que estamos en un país budista distinto a cualquier otro.
Una vez fuera del aeropuerto, sorprende la escasez de gente y de coches, sobre todo si comparamos con el superpoblado Katmandú, y el silencio casi absoluto. En Bután todo fluye suavemente entre montañas y ríos caudalosos, o por lo menos esta es la impresión que da de entrada, por unas carreteras en las que la velocidad máxima es de 50 kilómetros por hora y donde están prohibidas las grandes vallas publicitarias. En los flancos de la montaña, las numerosas banderolas budistas desplegadas al viento parecen gritar en voz baja: “¡Bienvenidos a Bután!”. 

sábado, 8 de febrero de 2014

El puerto veneciano de La Canea

Hay pocas cosas tan placenteras como contemplar un atardecer desde el puerto cretense de La Canea. Bueno, escribo cretense pero también podría escribir veneciano, porque tras la Cuarta Cruzada, en el siglo XIII, los venecianos dominaron la isla, que fue ocupada posteriormente por genoveses y turcos. La larga presencia turca también ha dejado huella en La Canea, pero cuando te encuentras en el acogedor puerto, que data del siglo XV, todo parece respirar un aire clásico que conecta mejor con el espíritu veneciano.
Pasear por las calles empedradas del puerto de La Canea, sobre todo fuera de temporada, cuando el turismo de masas ha desaparecido de la isla, es una experiencia muy agradable. Sobre todo si te pierdes entre las casas nobles o te paras a cenar en un antiguo hamam reconvertido en restaurante. Ésta es una de las gracias de Creta, que dentro de esta isla de mar y montaña se esconden muchos mundos que han heredado algo de las distintas civilizaciones que la han poblado. Los pasos, sin embargo, siempre acaban dirigiéndose a ese puerto en el que el tiempo parece haberse detenido.
La Canea es un buen lugar para decir adiós a Creta. La catedral, la mezquita, la sinagoga... A pesar de que la ciudad ha crecido mucho, quizás demasiado, en el barrio antiguo todo suma en nombre de una belleza que sobrevive en la memoria.




domingo, 2 de febrero de 2014

Las bellas montañas de Creta



Lo que me gusta de Creta es que es una isla de mar y montaña. A diferencia de las otras islas griegas, en Creta hay picos de más de dos mil metros, como el Monte Ida, de 2.460. Si le añadimos los más de mil kilómetros de costa, la oferta es inmejorable. En un coche alquilado puedes pasar de un lado al otro de la isla sin problemas, aunque si lo prefieres puedes perderte por las maravillosas Montañas Blancas.
La montaña, en Creta, siempre es atractiva. Lo es aventurarse por el torrente de Samaria o por los alrededores del monte Ida, donde el escritor británico Patrick Leigh Fermor protagonizó una hazaña durante la Segunda Guerra Mundial. En 1944 se lanzó en paracaídas sobre la Creta ocupada por los alemanes, entró en contacto con la guerrilla y formó un comando que consiguió secuestrar cerca de Cnosos al general alemán Heinrich Kreipe. Siguió después una osada fuga a través de las montañas hasta conseguir llegar al otro lado de la isla, donde embarcaron hacia Egipto. 
La proeza del británico tiene su momento más emotivo cuando el general empezó a recitar en latín, cerca de la cueva donde dicen que creció Zeus, una oda de Horacio, y Leigh Fermor la terminó en el mismo idioma. Eran otros tiempos, unos años en que tanto los generales como los espías conocían a fondo la cultura clásica.