jueves, 28 de febrero de 2013

El metro de Tokyo, manual de instrucciones


El metro es la primera asignatura que hay que pasar en Tokio, una ciudad enorme, con una superficie que supera en más de diez veces la de Barcelona, que no sólo es la más interesante de Asia, si no tal vez del mundo entero. Hay muchos Tokios, por supuesto, y ésta es una de las gracias de esta metrópolis que propone, segun el momento, tanto un escenario de Blade Runner como la calma de un templo sintoista o de unos frutales que florecen en un jardín aprisionado entre rascacielos. Y en este mu ndo aparte bajar al metro supone el primer reto.
Unos 33 millones de personas utilizan cada día el metro de Tokio, una red superlativa con 13 líneas distintas y 142 estacions. El primer reto consiste en orientarse en esta selva subterránea, pero afortunadamente cada vez hay más indicadores en inglés que suelen facilitar la labor. El segundo reto es observar, y el metro es el lugar perfecto para hacerlo. Observar las mascarillas que llevan los viajeros, los trajes y los zapatos inmaculados de los empleados que van al trabajo, las lolitas que salen del colegio, los jovenes altenativos, las mujeres impecables de rostro blanco y expresión tímida y las largas domidas que se echan unos pasajeros que pueden tardar hasta dos horas en llegar a destino.
La ausencia de papeleras, la inexistencia de obesos, las grandes aglomeraciones en hora punta, los empujadores de guante blanco, los vagones sólo para mujeres... Un observador en el metro de Tokio puede pasarse horas mirando sin cansarse, sin ninguna prisa por salir a una superficie que ofrece, también, un millón de alicientes.

martes, 26 de febrero de 2013

Y de repente...¡Tokio!

Los viajes ya no son lo que eran. Antes todo se tomaba un tiempo y los desplazamientos eran lentos y paulatinos, pero en los últimos años es como si hubiéramos entrado en un acelerador de partículas que nos traslada casi con sólo pensarlo. Acabo de llegar a Tokio, lejos, muy lejos de casa, tras un viaje en avión de dieciséis horas. El horario no es el mismo, claro, la cotidianedad está totalmente alterada, pero los viajes de hoy son así: no te dan tiempo de asimilar el cambio. Es como si me estuviera moviendo por un mundo virtual en el que la realidad es siempre líquida y sospechosa... hasta que una cerveza helada, una Kirin, te sitúa de golpe e el nuevo hábitat japonés y te hace asimilar los cambios acelerados.
En el primer paseo por la ciudad he podido ver de nuevo que, a pesar de la modernidad de Tokyo, a pesar de sus fríos escenarios tipo Blade Runner, la tradición sigue estando presente. Lo he certificado cuando he visto a ciudadanos japoneses emocionarse ante los primeros ciruelos en flor de los Jardines Imperiales. 
Los admiraban en silencio, olían las flores, las acariciaban, las fotografiaban, sonreían gozosos... Todavía no es el esplendor de los cerezos en flor, que llegará en abril y será una gran fiesta, pero es un primer aviso de que el invierno empieza a decllinar y que la rueda de la vida sigue girando.

viernes, 22 de febrero de 2013

Las ruinas de Palmira y Krak de los Caballeros



Recuerdo el momento mágico de la llegada a Palmira, años atrás, cuando la guerra aún no empozoñaba el paisaje de ese maravilloso país. Fueron tres horas por carretera desde Damasco, atravesando el desierto monocorde, con parada en el Bagdad Café y un final con suspense. Lo primero que vi, desde lejos, fue la gran mancha del oasis, verde en medio del ocre omnipresente; una manada de camellos cruzó la carretera y, al fin, como si se tratara de un sueño, aparecieron las más de mil columnas de las ruinas de Palmira, la que fuera gran ciudad de la Ruta de la Seda.
¿Qué habrá sido de Palmira? ¿Se habrá unido al dolor de la muerte la destrucción del patrimonio universal? ¿Se habrá incrementado el lucrativo tráfico de antigüedades? Son preguntas sin respuesta que flotan en el aire mientras la guerra sigue destruyendo Siria. Igual que sucede con el bazar de Aleppo y con el impresionante castillo de Krak de los Caballeros.
Lawrence de Arabia lo definió como “el castillo más bonito del mundo”, y Patrick Leigh Fermor dijo que era “el castillo que todo niño sueña”. Al entrar en él es inevitable escuchar el eco lejano de los combates de las Cruzadas. Los gruesos muros, las inmensas salas, los patios laberínticos, las atalayas desde dónde se divisa el Líbano… Krak es un mundo aparte que hoy también se está hundiendo en la ciénaga de la incertidumbre que envuelve a Siria. Esperemos que la pesadilla acabe pronto y que vuelva la paz a este entrañable país

lunes, 18 de febrero de 2013

El maravilloso bazar de Damasco


¿Acaso puede no sentirse nostalgia de Damasco? Y más ahora, cuando el horror de la guerra la amenaza. Rescato de la memoria, en estos duros momentos para Siria, los colores y olores de su maravilloso bazar, las tiendas abarrotadas de género, las demasiadas especias, la lencería osada junto a las sórdidas túnicas negras, las almendras verdes, los pistachos de Aleppo, el zumo de la granada, las toallas del hamam, los agujeros de bala del techo por los que se filtraban conos de luz sesgada, las cabezas de yeso de los maniquíes, de mirada congelada, ataviadas con cientos de pañuelos y velos.
Dicen que Damasco es la ciudad habitada más antigua del mundo, y dicen incluso que Caín mató a Abel no muy lejos de aquí, y que el Jardín del Edén se encontraba aquí al lado. En la mezquita de los Omeyas está enterrada la cabeza de San Juan y no muy lejos se encuentra la tumba de Saladino. Alejandro y Adriano pasaron por esta ciudad, los croatas la saquearon y en ella reinaron los califas Nuredín, Solimán y Walid. Lawrence de Arabia también pasó por aquí, pero recuerdo sobre todo, de cuando estuve allí, el impacto que me podujo ver los restos del templo de Júpiter, contiguo a la Gran Mezquita.
Damasco evoca pasados distintos y vibrantes. Toda la ciudad rezuma Historia con una buena colección de grandes personajes, pero también recuerdo las sonrisas y la vitalidad de sus habitantes, que exhibían una contagiosa alegría de vivir ahora truncada, por desgracia, por un horrible rastro de guerra y muerte.

viernes, 15 de febrero de 2013

Nostalgia de los cafés de Damasco

Leo en la prensa las malas noticias sobre Siria y compruebo con pesar que el horror continúa reinando en este maravilloso país. Corre la sangre por las calles de Aleppo, Homs y Damasco y no se intuye el final de la guerra. Recuerdo Siria y pienso en mi amigo Khaled, a quien conocí en Hong Kong hace dos años, en un curso sobre cultura mediterránea. Khaled me hablaba de Siria con pasión, de sus olivos centenarios, de sus rosas, de sus granadas, del bazar de Aleppo, de los cafés de Damasco...
A Khaled le gustaba escribir en los cafés y se quejaba de que en Hong Kong los cafés no tenían encanto. "Para escribir yo necesito un café antiguo abarrotado, a poder ser con mucho humo, pipas de agua y gente que hable sin cesar". Éste era su mundo. Se emocionaba cuando hablaba del legendario café Nafora de Damasco, donde un contador de historia distraía a la concurrencia desde un trono, y me decía que cuando le visitara en Damasco iríamos juntos a un café del bazar donde hacían los mejores helados artesanales.
Khaled sigue en Siria, sufriendo los horrores de la guerra, y yo me pregunto si aún le quedan fuerzas para frecuentar sus amados cafés, para escribir en las viejas mesas llenas de manchas de café. Khaled sigue allí, inmerso en el horror, y el Damasco que conocí parece cada vez más un espejismo lejano, inalcanzable. De todos modos, me esfuerzo en creer que un día la paz y la democracia volverán a Siria. Cuando llegue este momento volaré a Damasco para celebrar con Khaled, en un viejo café, por supuesto, la alegría de vivir.

 

sábado, 9 de febrero de 2013

"La señorita del Kodak"

Estoy leyendo un libro de viajes publicado por primera vez en 1927, De España al Japón de Luis de Oteyza (Ediciones del Viento). El autor, madrileño de nacimiento, declara en el prólogo que, harto de la dictadura del general Primo de Rivera, prefiere largarse en barco a la otra punta del mundo. Se embarca en Barcelona y con mucho humor va contando sus peripecias. Me llama la atención cuando comenta que a bordo hay una señorita con una cámara de fotos, "la señorita del Kodak". Escribe: "Esta señorita tiene un Kodak; ha tomado en serio lo de que vacaciones sin él son vacaciones perdidas y no pierde éstas que estamos pasando. ¡Como hay Dios que no las pierde! Los rollos que lleva gastados la criatura... Extendidos y empalmados nos pondrían en contacto con Barcelona, y eso que estamos ya a mil cuatrocientas millas de este puerto. Nos enfoca a todos y en todas las posturas. Comiendo, paseando, rascándonos el cogote... Un verdadero horror".
Pues si Oteyza consideraba "un verdadero horror" que en el barco hubiera "una señorita con un Kodak", ¿qué diría ahora, cuando todo el mundo va armado con una o más cámaras y ametralla sin compasión a sus compañeros de viaje? A mi me sucedió, por ejemplo, en un crucero a las islas Svalbard, donde los pasajeros estaban más pendientes de fotografiarse entre ellos que de disfrutar del paisaje. Antes se caricaturizaba así a los japoneses, pero desde lo digital que la guerra fotográfica es de todos contra todos. Otra cosa que me llama la atención del libro de Oteyza es el asco con que contempla una comida china en Hong Kong, que en mi recuerdo suele ser de lo más apetitoso.
Escribe Oteyza: "La sopa de nido de golondrina es una baba repugnante, y el guisado de aleta de tiburón, un bodrio nauseabundo, y el frito de ostas y mejillones, dos marranadas juntas". Lo mejor para él son los palillos, ya que, como no los domina, observa que le permiten no tener que comer nada. Enfín, que entre lo de "la señorita del Kodak" y la repugnancia por la comida china tenemos que admitir que el mundo ha evolucionado muy mucho. Y que los viajes de hoy son otra cosa.

martes, 5 de febrero de 2013

Recuerdo de la mítica Tombuctú



Llegan noticias de Tombuctú que hablan de la presencia de tropas francesas y del fin de una historia de terror impuesta por los seguidores de Al Qaeda. Las escuelas vuelven a funcionar, ya no está prohibida la cerveza y ya no se destruyen ni los antiguos manuscritos ni los santuarios de los santones. Tombuctú vuelve a ser lo que era, una ciudad mítica en pleno desierto de Malí, muy cerca del río Níger. Recuerdo que cuando llegué allí, ya hace años, escribí que lo mejor de Tombuctú era el largo viaje por el río, la expectación que creaba aquel nombre mítico.
Me acuerdo ahora de las calles y de las casas de Tombuctú, invadidas de arena, y de los museos donde guardaban maravillosos manuscritos. Dicen que muchos los escondieron y que han conseguido salvar un 80%. Es buena noticia, pero siempre es malo saber que un 20% se ha perdido por culpa del fanatismo.
Las calles volverán a ser lo que eran, pero Tombuctú seguirá siendo una especie de ciudad de arena, como salida de la imaginación de Borges, siempre arrastrando las leyendas de sus tesoros y de los exploradores que consiguieron llegar hasta ella en el XIX. Recuerdo que cuando estuve allí conocí a un arquitecto francés que iba a hacer un informe para una ayuda del Banco Mundial. “Es triste reconocerlo”, me confesó, “pero el único gran tesoro de Tombuctú es el nombre. El resto es puro abandono…”.