lunes, 30 de diciembre de 2013

El largo regreso a casa desde el Ngorongoro



El fin del viaje siempre se acelera. Estás en la gloria en el Ngorongoro, admirando uno de los paisajes más bellos del mundo, y de repente te ves inmerso en el torbellino del largo regreso a casa. Por si lo habías olvidado, los viajes no duran eternamente. A las 7 de la mañana iniciamos el largo descenso hacia Arusha, pero en el pueblo de Karatu tenemos que parar: la amortiguación se queja. En una gasolinera muy africana un mecánico local hace una chapuza recubriendo las ballestas con cartones.
Un alemán que pasa por allí nos advierte: “Si vais en este coche, no subáis. Soy mecánico y lo que os han hecho no puede durar. Creedme, coged el autobús hasta Arusha. Es más seguro”. Tiene razón: es una chapuza, pero confiados en que falta poco, seguimos. Poco después llegan los primeros baobabs del viaje y el lago Manyara. Maravillas africanas. A las 11.30 llegamos a Arusha. Unas horas de descanso y a las 14 salimos en el shuttle hacia Nairobi. Dos horas hasta la frontera, donde todo está en obras. Cruzamos a pie: trámites caóticos y una lentitud exasperante. Una hora después volvemos a la carretera.
Desde la frontera, tardamos tres horas y media en llegar a Nairobi. Allí, por suerte, nos espera Ricardo Reta, uno de los dueños de la agencia Ratpanat. Vamos a cenar con él, hablamos de este fascinante continente que es África, dormimos un par de horas y al aeropuerto. Total, que llegó a casa cuarenta horas después de haber salido del Ngorongoro, casi sin descanso y con un lío de imágenes en la retina. El viaje ha valido la pena, por supuesto, pero ahora toca descansar para dejar que sedimente, para así poder guardar en la memoria los grandes momentos del viaje africano, que afortunadamente son muchos.
Feliz año nuevo!

domingo, 22 de diciembre de 2013

El maravilloso cráter del Ngorongoro



El cráter del Ngorongoro es, sin ninguna duda, uno de los lugares más bellos de África, y probablemente del mundo. Se formo hace millones de años y tiene una profundidad de 610 metros y una superficie de 260 kilómetros cuadrados. En su interior, la fauna salvaje campa a sus anchas, para deleite de los muchos turistas que lo visitan a diario. Cada vez hay más. El gobierno tanzano no quiere renunciar a la gallina de los huevos de oro. Estuve allí hace unos quince años y era todo más pausado. Ahora ha aumentado el flujo de turistas, pero cuando contemplas por primera vez el cráter desde lo alto no puedes evitar sentir una emoción intensa.
Se calcula que hay unos 25.000 animales en el Ngorongoro. Hay de todo, excepto jirafas, que por su altura no pueden arriesgarse a bajar las pronunciadas cuestas que llevan al cráter. Lo más buscado son los leones (hay unos sesenta), pero también el rinoceronte negro, emblema del parque, los elefantes y los leopardos. Lo que más se suele ver, sin embargo, son los omnipresentes ñus, gacelas y cebras. 
La lucha por la vida en el Ngorongoro es una constante. En este recinto cerrado es fácil ver como las hienas y chacales despedazan un ñu, una gacela o una cebra. Los leones, para variar, se muestran más pasivos, aunque es cuestión de suerte ver como se lanzan a la caza. Lo importante es que el escenario siempre merece la pena. En el Ngorongoro uno de siente en el corazón de África, hasta el extremo de que puede sentir los latidos de este continente maravilloso.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Olduvai Gorge, la Zona Cero de la humanidad



Emociona llegar a la garganta de Olduvai, situada al este del Serengeti, en Tanzania. No puede decirse que sea un lugar espectacular, pero me emociona saber que estoy en un lugar clave en cuanto a yacimientos prehistóricos, en la Zona Cero de la humanidad. La capa más antigua del yacimiento se remonta a 1,9 millones de años y fue aquí donde el matrimonio Leakey excavó durante cuarenta años buscando a los homínidos más antiguos. En 1931, Louis Leakey vio en Berlín un fósil de esta garganta africana y se le ocurrió que allí podía estar el origen de la humanidad. El hallazgo de un esqueleto de 1,75 millones de años alteró la idea que se tenía de la evolución humana.

La garganta mide 55 kilómetros de largo en los que se superponen estratos de épocas muy distintas. Sólo te dejan contemplarlo desde un mirador situado en la parte alta, con lo que la imaginación tiene que trabajar para hacerse una idea de lo que es Olduvai. Aún así, la visita merece la pena. Estar allí es como estar echando una ojeada a la cuna de la humanidad.
Lo curioso de Olduvai es que, en el museo adyacente, además de restos, huellas y maquetas interesantes, exponen la bicicleta de un amtropólogo japonés, Yoshiharu Sekino, que entre 1993 y 2004 dio la vuelta al mundo pasando por Olduvai. Los restos de los hominidos más antiguos son todo un contraste con la modernidad de la bicicleta expuesta.


domingo, 8 de diciembre de 2013

La inmensidad de la sabana del Serengeti



El Serengeti es un parque enorme de 13.000 kilómetros cuadrados, más grande que la provincia de Lérida. Se encuentra en Tanzania, pero como la fauna salvaje no sabe de fronteras, en él puedes ver los mismos ñus y cebras que corren por Masai Mara, en la vecina Kenya. Cuando llega la estación seca, cruzan el río, cambian de país y se asientan aquí, sin problemas de pasaporte. A la entrada del parque, en la Ndabaka Gate, te recibe el cráneo de un búfalo, con los cuernos intactos y la piel a tiras. Es como un aviso de que aquí la naturaleza va en serio.
Lo bueno del Serengeti es la sabana, una llanura sin fin punteada por acacias de sombra formato parasol. Es lo bueno del parque, pero a veces también puede ser lo malo, ya que en medio de la inmensidad no es fácil ver a alguno de los cinco grandes. Con los elefantes y jirafas no hay problema, porque se destacan por su tamaño, pero cuando un león o un leopardo se agazapan en la hierba, no hay quien les eche el ojo. Con los ñus es mucho más fácil. Se calcula que hay más de un millón en el Serengeti y los ves a menudo en manadas, asustados y prestos a echar a correr a la más mínima ocasión.
A los ñus les siguen, en cantidad, las gacelas y las cebras. Se les ve correr felices por la sabana, hasta que aparece la sospecha de un león o de un leopardo. Entonces llega el pánico y empieza una carrera alocada que levanta nubes de polvo y chillidos de terror. Al caer la noche, mientras bebes un gin tonic junto a la hoguera del Pumzika Safari Camp, el rugido de un león demasiado cercano te confirma que todo lo visto te deja un inequívoco sabor a África.

domingo, 1 de diciembre de 2013

Navegando por el mítico lago Victoria



Emociona llegar al Victoria, un lago de 70.000 metros cuadrados de superficie (el doble de la de Cataluña) que juega un papel básico en la historia de la exploración de África. De aquí nace el Nilo Blanco, un río que recorrerá más de seis mil kilómetros antes de desembocar en el Mediterráneo. El primer europeo en verlo fue John Speke, cuando se desvió en su famoso viaje con Burton, en 1858. Al ver tan gran extensión de agua estuvo seguro de que allí nacía el Nilo. Lo llamó, en homenaje a su reina, Victoria, un nombre que se repite hasta la saciedad en el XIX. 
El tiempo dio la razón a Speke, que volvió en 1862 para fijar el lugar exacto de la desembocadura, las Ripon Falls, en la actual Uganda. Speke, sin embargo, murió dos años después, el día antes de un debate con Burton para discutir sobre el origen del Nilo. Se le disparó la escopeta, dicen sus defensores; el miedo escénico pudo con él y se suicidó, dicen sus detractores. Sea como sea, el Victoria acumula leyendas. 
Duermo en la isla de Lukuba (Tanzania), un paraíso de bolsillo que resulta mágico por sus curiosas formaciones rocosas y sus muchas aves. Se está bien allí, aunque los pescadores de temporada que se han establecido en una de sus playas no sean muy amistosos. Mientras me duermo, pienso en La pesadilla de Darwin, un magnífico documental del austriaco Hubert Sauper sobre los problemas medio ambientales del lago y los abusos que las grandes empresas cometen con los pescadores locales. Pobre Victoria: en una décadas ha pasado de ser un lago mítico a ser la vergüenza del medio ambiente.

domingo, 24 de noviembre de 2013

Moto en swahili es "piki piki"



Me gusta el swahili. Es un idioma sencillo en el que cada día que pasa aprendes una palabra nueva. Las más fáciles son “simba” (león), “tembo” (elefante), “safari” (viaje), “hatari” (peligro) y “hakuna matata” (No problem). Hoy, en la pista que va de Masai Mara a Isebania, en la frontera con Tanzania, he aprendido que moto es “piki piki”. Nos hemos encontrada muchas en el camino, y la mayoría cargadas hasta más allá de lo imaginable.
Aparte de las motos, en las pistas africanas, de un color rojo que hace que semejen una gran cicatriz, encuentras muchísima gente que camina con fardos de equilibrio precario en la cabeza. Y sorprende de vez en cuando la aparición de una casa de madera mal construida que ostenta el nombre de hotel. No se cortan a la hora de bautizarlos: he visto un Hilton, un Sheraton, un Intercontinental, un Best Zone…
Antes se podía cruzar de Masai Mara al Serengeti por las pistas de la sabana, pero ahora hay que dar una gran vuelta para cruzar la frontera por Isebania, casi a la altura del lago Victoria. Es un trayecto largo e incómodo: tres horas de tumbos hasta que, cerca de la frontera, reaparece el asfalto. El cruce a Tanzania es sencillo y rápido, siempre que aflojes los 50 dólares del visado. Quedan todavía un par de horas hasta llegar a Musomba, a orillas del Victoria. Por cierto, en Musomba aprendí otra divertida palabra swahili: las rotondas de carretera se llaman “kipilefti”, por aquello de “keep to the left”. Gran idioma el swahili.


lunes, 18 de noviembre de 2013

La otra dimensión de la fauna africana



En África los animales viven en otra dimensión. Cuando te cruzas con una manada de elefantes en Masai Mara te das cuenta de que los animales europeos no tienen nada que ver con los africanos. Pesan al nacer unos 120 kilos (no está mal para empezar), en la edad adulta comen hasta 200 kilos por día y pueden llegar a pesar 10.000 kilos. Es, en resumen, un mamífero de peso… Y, sin embargo, cuando me cruzo con ellos en África lo que me inspiran es ternura. Ya sé que hay elefantes agresivos que han volcado 4x4 y matado a personas, pero su andar cansino y su manera pausada de comer la hierba hacen que me parezca un animal entrañable.
Por supuesto que las cosas se ven de otro modo cuando estás en un 4x4, con el motor en marcha y preparado para largarte al menor síntoma de peligro. En Amboseli, otro parque de Kenya, y en Chobe (Botswana) llegué ver manadas de 200 elefantes, con lo que la sensación de estar en otra dimensión aumentó unos cuantos grados. También me inspiran ternura las jirafas, o las demasiadas cebras que los turistas fotografían sin cesar. 
¿Cómo es posible que una jirafa pueda medir casi 6 metros de altura y pesar 750 kilos? No parece sostenible, para utilizar un palabro de moda. Pero allí están, caminando tranquilamente junto al 4x4 o agachándose para comer las ramas altas de las acacias. ¿Y las cebras? Bueno, en este caso el tamaño no es lo que importa, si no el número. Van siempre en grandes manadas, igual que los ñus, como si las regalaran en un Todo a Cien, con su vestido de rayas y el temor a flor de piel, prestas a largarse corriendo al más mínimo ruido. No, tampoco creo que ni las jirafas ni las manadas de cebras sean sostenibles, pero ahí están. África da para esto y mucho más. Otra dimensión.

lunes, 11 de noviembre de 2013

Los leones de Masai Mara



En Masai Mara, una reserva de 1.500 kilómetros cuadrados, uno se siente transportado a un maravilloso mundo pretérito en el que la Naturaleza lo es todo. Escribió el escritor Alberto Moravia que viajar África es, en cierto modo, viajar a la Prehistoria. Tenía razón. Y es que aquí tienes la impresión de que la civilización occidental queda muy lejos. Ni los castillos ni las ermitas dominan un paisaje en el que se imponen los grandes árboles y la extensa sabana. Y la fauna salvaje, por supuesto, con el león como gran protagonista.
De los Cinco Grandes (elefante, rinoceronte, búfalo, león y leopardo), el león es el animal más buscado por los visitantes de Masai Mara. Y están de suerte, ya que se calcula que hay unos cuatrocientos en la reserva. Suelen agruparse en manadas y, cuando el sol está alto, no parecen muy partidarios de la actividad física. Yacen a la sombra, bostezando, y apenas si se mueven cuando los turistas les ametrallan con sus cámaras. Permanecen inactivos unas veinte horas al día, un exceso. 
El león es el felino más grande. Puede llegar a los 250 kilos de peso y cuando está en libertad vive entre diez y catorce años. Me contaron en Botswana que “no suelen comer hombres porque les molesta que los jirones de ropa se les queden entre los dientes”. Es una curiosa opinión, aunque el libro de Los devoradores de hombres del Tsavo, del coronel John Henry Paterson, la desmiente. En 1898, durante la construcción del ferrocarril en la región keniana de Tsavo, los leones se zamparon a más de treinta hombres. En resumen, que es muy probable que los leones prefieran engullir cebras, ñus o gacelas, pero, por si acaso, es mejor no acercarse demasiado.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El masai que conoció la nieve en Andorra



William Nkumum es un masai que trabaja como ojeador para el Kandili Camp, un campamento que regenta la española Ana Pérez en las cercanías de Masai Mara, en un lugar espectacular a un paso de Leopard Gorge, donde la BBC filmó la serie Big Cat. William es tan buen ojeador que podría decirse que allí donde pone el ojo hay un león.
Lo bueno de William es que tiene además un excelente sentido del humor. Él mismo se ríe cuando recuerda el viaje que hizo el pasado febrero a Barcelona y Andorra. Viajó allí vestido como un masai, con la manta típica y, aunque pasó frío, fue una grata experiencia. Lo invitaron unos amigos andorranos que conoció en Masai Mara y gracias a ellos pudo visitar el Camp Nou, caminar por las Ramblas apartando la gente que quería fotografiarle y pisar la nieve en Andorra. Todo le encantó, pero echaba de menos Masai Mara. 
Que William es un masai auténtico queda claro cuando, al preguntarle como fue su viaje por los Pirineos, responde: “Avisté un rebeco, un zorro, águilas y hasta un lobo”. Los animales son lo primero, aunque William se preguntaba, durante su viaje por Cataluña, por qué la gente tiene tanta prisa y cómo se las arregla la fauna para cruzar la autopista.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Camino a Masai Mara



De Nairobi a la reserva de Masai Mara hay 270 kilómetros. Si estuviéramos en Europa podríamos calcular unas tres horas. Pero estamos en África, y la diferencia es importante. De entrada hay que sumarle el atasco de Nairobi; y también hay que tener en cuenta que una carretera africana siempre tiene sus sorpresas. Tramos sin asfaltar, por ejemplo, obras caóticas o gente caminando por el arcén, a menudo con un fardo en la cabeza. Sipongo que por todo ello hay carteles enormes que te piden paciencia. Como éste que indica: “Créeme, llegarás. ¡No corras!”.
Cuando llegamos al valle del Rift, que se abre como un mundo perdido después de un fuerte descenso, el paisaje cambia de repente. Aparecen la sabana, los remolinos de polvo, las acacias de sombra y los grandes horizontes. En resumen, el África que esperábamos. Si abres la ventanilla, hueles una mezcla dulzona que podría resumirse en la suma de combustible mal quemado y fruta podrida. Al cabo de cuatro horas llegamos a Narok, la ciudad más grande de los masais, puro contrasentido. Poco después llega la desviación a Masai Mara, una pista en mal estado que se supone que forma parte de la ambientación.
Una hora después nos encontramos con los grandes rebaños de los masais, y con gacelas, cebras, jirafas… Por fin estamos en el África que hemos venido a ver, en esta África que, según Alberto Moravia, te traslada a la prehistoria. Empieza la aventura, o por lo menos el mejor sucedáneo de aventura que se conoce.


miércoles, 30 de octubre de 2013

Los atascos eternos de Nairobery



A Nairobi le suelen llamar Nairobery, por los muchos robos que allí se cometen, pero en este viaje ni he intuido el peligro. De lo que no me he librado es de los atascos, un clásico en la capital de Kenya. Es en estos atascos que amenazan con eternizarse, como en un cuento de Cortázar, donde comprendo porque se dice que el tiempo en África no tiene nada que ver con el de Europa. “En Europa tenéis los relojes, pero en África tenemos el tiempo”, repiten. Será eso, aunque supongo que los ladrones de Nairobery tienen ambas cosas: tiempo y relojes. En cualquier caso, para amenizar la espera están los vendedores que se mueven entre los coches con prensa, caramelos o lo que sea. Aunque algunos lleven un antifaz con la bandera de Kenya, que quede claro que no son atracadores de autopista. La sonrisa les avala. 
Otra distracción en los atascos es el árbol en el que se posan los inquietantes marabús, pajarracos desgarbados que Graham Greene decía que parecían paraguas desvencijados. Son, de hecho, como un híbrido de cigüeña y buitre, y en Nairobi se concentran en la Uhuru Highway, junto al estadio de fútbol, como un aperitivo de la naturaleza en gran formato que nos espera. No está probado que asistan a los partidos, pero contemplan con indiferencia los miles de coches de la avenida.
Los atascos son de tal magnitud que pienso que un buen observador tendría hasta tiempo, contemplando esas aves, de doctorarse con una tesis sobre los marabús urbanos. Pero por suerte llega un momento en que atasco y tesis se esfuman y los coches vuelven a circular como si nada hubiera sucedido. A partir de aquí empieza la genuina carretera africana, empieza la Kenya que hemos venido a ver.

domingo, 27 de octubre de 2013

Lo que queda del mítico árbol del Hotel Stanley



Decididamente, el tiempo pasa. Dejo atrás Mongolia y llego a Kenya para emprender un viaje africano. La ruta apunta a lugares emblemáticos como Masai Mara, el lago Victoria, Serengeti, Ngorongoro, Arusha…, pero la primera parada es en Nairobi, una ciudad a la que no le tengo cariño, probablemente porque las ciudades africanas tienden a crecer mal. Hay dos sitios, sin embargo, a los que me gusta volver: el centenario Hotel Stanley y la Biblioteca McMillan. En el Stanley me gusta revivir historias de exploradores y visitar el árbol en el que dejaban sus mensajes, el Thorn Tree. Pero ya digo que el tiempo pasa y, desde 1998, la acacia del Stanley ya no es lo que era. El viejo árbol murió y lo reemplazaron por uno esmirriado.
En los plafones que rodean al Thorn Tree los turistas dejan hoy mensajes banales. Nada que ver con los de los viejos exploradores. En la parte antigua del hotel, una exposición rescata sin embargo aquel tiempo lejano, con fotos de Karen Blixen, Finch Hatton, etc. Pero ya nada es lo que era: el África de hoy pertenece a los turistas y los exploradores sólo sobreviven en los libros. Para recordar los viejos tiempos es mejor ir a la Biblioteca McMillan, de 1929, en la que las goteras y los grandes colmillos insinuan que el tiempo se ha detenido. 
Los estudiantes pasan horas en la antigua biblioteca, mientras a las puertas de la institución unos jóvenes se pasean con carteles que proclaman que “Corruption is evil”. Justo en este momento siento que el África del pasado y la del presente se dan la mano para encarar un futuro lleno de interrogantes.

martes, 15 de octubre de 2013

Esos valles eternos en los que el tiempo se diluye



En Mongolia siempre hay un más allá. Te adentras en un valle que se te antoja infinito y cuando por fin llegas a lo que piensas que es el final te das cuenta de que es sólo un recodo: el valle no acaba, si no que continúa. Un río caudaloso marca el eje de un paisaje majestuoso, en Cinemascope, en el que los pastos se suceden hasta el infinito. De vez en cuando, un par de tiendas nómadas y una manada de caballos te transportan a un pasado que, paradójicamente, es hoy mismo. 
Las distancias son enormes en Mongolia, un país casi vacío en el que los nómadas campan a sus anchas. De vez en cuando aparece un jinete que lanza un grito poderoso y cabalga hacia la manada. Parece una escena sacada del Far West, pero es real. Como lo es que un ancho río se cruce en tu camino y no tengas más remedio que cruzarlo con el 4x4, tal como sucede en el valle de Orkhon, una maravilla que no necesita la etiqueta de Patrimonio de la Humanidad para que sepamos que es único, grandioso, de otro mundo.
Cuando cae el día, la luz del crepúsculo resalta todavía más la belleza del paisaje, hasta que las montañas se convierten en grandes sombras inquietantes y el río en una cinta plateada. De repente, una manada de caballos cruza el río para ir a la otra orilla. Es entonces cuando te das cuenta de que el tiempo parece haberse diluido para inmortalizar unas escenas en las que la naturaleza siempre tiene todas las de ganar.

domingo, 13 de octubre de 2013

Monasterios tibetanos en Mongolia



Mongolia es, junto con Bután, el único país independiente donde la religión mayoritaria es el budismo tibetano. Fue en el siglo XVI cuando el budismo llegó desde el Tíbet, y se ha mantenido hasta hoy, con el paréntesis de la época comunista, en el que la religión estaba prohibida. Ahora, sin embargo, los monasterios experimentan un auge, como puede comprobarse en el de Gandan, en Ulan Bator. Cuenta con un Buda de 26,5 metros de alto, pero les parece poco y van a construir uno de 52. Otro monasterio importante es el de Erdene Zuu, situado en el interior de un recinto amurallado de Kharkhorin, junto a las ruinas de la antigua capital. Contaba con más de mil monjes en el siglo XIX, pero ahora sólo hay cuarenta. De todos modos, sigue impresionando por sus numerosos budas, máscaras y frescos; y por las murallas coronadas de estupas.
Otro monasterio que merece la pena visitar es el de Tuvkhun, uno de los más antiguos de Mongolia. Lo construyó en 1653, en lo alto de una montaña de 2.700 metros de altura, Zanabazar, el primer líder espiritual del país. Llegar hasta allí requiere esfuerzo, pero las vistas que se disfrutan desde allí, así como el ambiente de meditación y las rocas que infunden energía, compensan de sobras.
Un monasterio más pequeño, situado en un lugar encantador, es el de Uvgun, en los montes Khugnu Khaan. Una de las monjas que vive en él, cuyo nombre traducido significa Flor de Oro, estudió marxismo leninismo y fue bibliotecaria de la Escuela del Ejército. En 1992, sin embargo, aparcó su pasado para dedicarse con su madre a la restauración de este monasterio en el que su bisabuelo fue lama. “Mi vida ha cambiado mucho”, murmura. “Me gusta mucho más lo que hago ahora”. Escuchándola, se diría que los últimos años de la historia de Mongolia se resumen en ella.


miércoles, 9 de octubre de 2013

La vida errante de los nómadas mongoles



Los nómadas son lo mejor de Mongolia. Son ellos los que ponen una nota de color en la monotonía de la estepa. De vez en cuando aparece en el horizonte la silueta inconfundible de un ger, la tienda que los rusos llaman yurta. Su forma redonda y la apertura en el techo, que permite que entre la luz y salga el humo de la estufa, se funden con el verde de los prados en los que sestean las manadas de caballos, ovejas, yaks o camellos. La forma del ger, armado sobre una estructura de madera, no ha cambiado desde hace siglos, aunque en los últimos años los nómadas han incorporado a su vida la moto, la placa solar y la parabólica. Su vida continua siendo en esencia como siempre, pero con un pie en la modernidad.
 
Cuando llega un forastero, los mongoles suelen mostrarse generosos; le invitan a entrar en su ger y le ofrecen leche agria, galetas de yogur de yak, queso, pan o cerveza mongola. Es entonces cuando el ger se transforma en un universo cálido que te transporta al pasado, a otra manera de vivir. Aparte de tres camas, los únicos muebles son la estufa, un pequeño altar budista y un pequeño altar familiar, con fotos de todos los miembros de la familia y, a veces, la estatuilla de un caballo en un lugar destacado. 
Los nómadas suelen cambiar la ubicación del ger cuatro veces al año. Desmontan la tiendan, amontonan sus muebles mínimos, los cargan en una furgoneta y marchan en busca de nuevos horizontes, siempre bajo ese cielo que veneran, a menudo de un azul intenso que augura un buen futuro. Y la vida sigue, procurando siempre lo mejor para sus rebaños, incluso en invierno, cuando la nieve, el frío y el silencio cubren Mongolia.

lunes, 7 de octubre de 2013

Una estepa hipnotizante que no parece tener fin



¿Dónde empieza la estepa en Mongolia? No hay que esperar mucho para verla. Apenas dejas atrás las últimas casas de la caótica Ulan Bator, el paisaje se desnuda de atributos y te sumerges en un llano infinito, sin árboles, sin casas, poblado sólo por tiendas nómadas aisladas, los llamados gers, y grandes rebaños de caballos y ovejas. Al fondo, las montañas nevadas marcan el límite del territorio habitable.
Es la estepa, una tierra remota y desolada que invita a la introspección. El coche avanza en medio de una monotonía hipnotizante en la que destaca de vez en cuando un ovoo, un monumento hecho con piedras que los mongoles decoran con kadags, una tela de color azul que ondea para calmar a los espíritus de la tierra.
En el período comunista, los ovoos estaban prohibidos. Ahora se les venera. Cuando llegas a uno, hay que rodearlo en el sentido de las agujas del reloj, y se aconseja dar tres vueltas para calmar a los espíritus. No está de más añadir alguna piedra al monumento. Todo suma en el dominio de la soledad.
Empieza a nevar tras la parada en el ovoo. Se acerca el duro invierno mongol, en el que las temperaturas se desploman hasta 40 bajo cero. Hace frío y el camino es largo, pero la carretera que se adentra en la desolación te invita a continuar. Del millón y medio de quilómetros cuadrados de Mongolia (tres veces la superficie de España), la mayor parte es estepa y desierto. Avanzamos, en dirección oeste hacia el corazón de la estepa, hacia un mundo maravilloso punteado por los gers de los nómadas.

jueves, 3 de octubre de 2013

La larga sombra de Gengis Kan



El aeropuerto internacional de Mongolia lleva el nombre de Gengis Kan, el guerrero y conquistador que en el siglo XIII unificó las tribus nómadas del centro de Asia para fundar el Imperio Mongol, que se extendía del Pacífico a Europa y de Siberia a la India. Gengis Kan asoma, pues, apenas llego a Mongolia. Es sólo un aperitivo, ya que su presencia se repite por todo el país. Hay calles, plazas, hoteles y bares que llevan su nombre, luce bigote en los billetes de tugriks y es también una marca de cerveza, vodka y tabaco. Gengis Kan está en todas partes en Mongolia, pero donde más brilla es en la gran estatua ecuestre –la mayor del mundo, de 40 metros de altura- que se levanta en Tsonjin Boldog, a unos 60 kilómetros de Ulan Bator.
Desde la disolución de la Unión Soviética, en 1991, Mongolia se ha esforzado por buscar una identidad que ha encontrado un aglutinador en Gengis Kan. Su figura queda un tanto lejos en el tiempo, pero los mongoles no se cansan de homenajearle, bebiendo la cerveza o el vodka que llevan su nombre. ¡Todo sea por el gran conquistador! En el centro de Ulan Bator, un impresionante Gengis Kan sentado preside la fachada remodelada del Parlamento. Y a su sombra acuden los mongoles para hacerse fotos de recuerdo, con unas cuantas condecoraciones en el pecho que les avalan.
Gengis Kan lo preside todo en Mongolia. En la gran estatua ecuestre del conquistador, por cierto, un ascensor permite subir hasta lo más alto y entrar en la boca del caballo. Es una sensación extraña, pero los mongoles insisten en que los caballos, omnipresentes en la estepa, son el otro gran símbolo del país. Es como mínimo una experiencia curiosa... siempre que al caballo no le dé por relinchar.


lunes, 30 de septiembre de 2013

Ulan Bator existe



Hay ciudades bellas, ciudades feas y ciudades como Ulan Bator. A la capital de Mongolia podrían definirla las largas avenidas, los atascos y las omnipresentes estatuas de Gengis Kan, pero yo la veo más bien como una ciudad contaminada en la que los rascacielos del centro contrastan con los numerosos gers, las tiendas nómadas que se agolpan en las afueras como si la población de la estepa asediara Ulan Bator para poner en duda la viabilidad de una ciudad en un país que era nómada por definición.
Y, sin embargo, Ulan Bator existe. Con sus numerosos habitantes que salen a la calle a todas horas, sus incontables karaokes, las gigantescas chimeneas de las térmicas que no cesan de escupir contaminación, el Parlamento que ejerce de epicentro frente a la gran plaza y los templos budistas ocultos en el marasmo urbano.
Ulan Bator es, muy probablemente, un error en el corazón de Mongolia, una ciudad en busca de una identidad que se le resiste, a medio caballo entre la austeridad de la estepa y el futuro que pregona la rica minería del país. A primera vista desconcierta, pero cuando ya llevas unos días, te acaba subyugando sin que sepas explicar muy bien por qué. Y es que hay ciudades bellas, ciudades feas… y ciudades como Ulan Bator.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Me voy a Mongolia



Pues, nada, que me voy para Mongolia. Estuve a punto de viajar allí un par de veces, pero a última hora ocurrió algo inesperado que me obligó a cancelar el viaje. Pero, se acabó; por lo menos eso espero. Cruzo los dedos hasta romperme las falanges porque mañana tengo que coger un vuelo para allá. Confío en despertarme en Ulan Bator, con la estepa a un paso y la vida nómada al alcance. Antes de partir, he hecho lo de siempre: estudiar un mapa que, aunque al principio era sólo un pedazo de papel, se ha transformado en algo cálido a medida que he ido situando en él los lugares que visitaré.
Vamos a los datos: Mongolia tiene una superficie de 1.564.000 kilómetros cuadrados, tres veces la superficie de España. El número de habitantes es 2.800.000, a los que hay que añadir 3.000.000 de caballos y centenares de miles de camellos. Un 45% de la población humana vive en Ulan Bator, la capital; un 30% son nómadas que se reparten con los caballos, las cabras y los camellos la estepa y el desierto. Su bandera consta de tres franjas verticales: azul en el centro y rojas a ambos lados. A la izquierda se ve el símbolo Soyombo, un ideograma que se asocia con el fuego y el éxito.
Antes de marchar, he vuelto a mirar Historia del camello que llora (2003), una película de Byambasuren Davaa. Es una buena introducción a Mongolia, a la estepa, a los nómadas y a una vida dura que no cesa. Para leer en el avión me llevo un libro, Canadá, de Richard Ford, y el último número de la revista Mongolia. Ya sé que Canadá induce al despiste geográfico, pero me está gustando. En cuanto a la revista, por supuesto que no tiene nada que ver con este lejano país, pero por lo menos me echaré unas risas con su humor a toda prueba. Aquí y en Mongolia.

martes, 17 de septiembre de 2013

La otra cara del Monte Athos



Los rituales en la península monástica de Athos son de los que encogen el alma. La oscuridad del katholikon, las paredes ennegrecidas por el humo y el tiempo, el hábito negro de los monjes, la luz vacilante de las velas, el olor a incienso, el brillo de los ornamentos dorados de los iconos… Todo contribuye a crear un ambiente como de otro mundo; y más cuando el ritual se alarga durante horas y el aire se llena de los cánticos sombríos de los monjes, privados de cualquier instrumento. 
Tanto en el ámbito de los monasterios, cargados de un insoslayable peso histórico, como en las capillas privadas (la foto está tomada en una casa de Karyés), la solemnidad se impone a las paredes desconchadas, los frescos medio borrados por el tiempo y las miradas penetrantes de iconos que arrastran un largo historial milagroso. Cuando el ritual termina, si se celebra alguna fiesta en Athos, cosa harto frecuente, llega el momento de sentarse a la mesa para disfrutar de un almuerzo copioso, con buenos manjares y vino de la península, y con el aguardiente local, el tsipuro, para concluir el ágape..
El ayuno de los monasterios es todo un contraste con esas fiestas de celebración en las que, por momentos, estalla una alegría mediterránea. Es entonces cuando eres consciente de estar viviendo la otra cara de Athos, una montaña sagrada en la que el mundo real parece estar muy, muy lejos.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Los monjes más viejos de Athos



De todos los monjes de Athos, habrá en total unos dos mil, los que más me emocionan son esos monjes ancianos que avanzan muy lentamente, pasito a pasito y apoyados en su bastón, para desplazarse por las distintas dependencias del monasterio. Apenas si hablan con nadie, viven encerrados en un mundo propio que es imposible conocer.
Los hay en todos los monasterios. Conviven con los monjes más jóvenes, pero no parece que compartan mucho con ellos. Asisten a los actos religiosos con devoción callada y oran en silencio ante los iconos más milagrosos. Cuando terminan, besan el icono y abandonan el katholikon sin pronunciar palabra.
Cuando mueren, a los monjes los entierran en el cementerio fuera murallas, sin ataúd. Su cuerpo debe tocar directamente la tierra para recordarnos que no somos nada. Al cabo de cuatro o cinco años, los desentierran, lavan los huesos y los amontonan en el osario colectivo. Sic transit gloria mundi.