miércoles, 30 de enero de 2013

Del silencio blanco de London al Grizzly Man

Regreso de Alaska, pero perdura en la mente una memoria del viaje predominantemente blanca, blanca como la nieve y el hielo, blanca como los paisajes de Alaska, blanca como el terrible "silencio blanco" del que escribe Jack London. "De innumerables artimañas se sirve la Naturaleza para convencer al hombre de su finitud", leo. "Y de entre todas ellas la más temible, la más estremecedora, es la pasividad del silencio blanco".
El silencio blanco, el frío intenso, la soledad... son ahora ideas lejanas que ilustran una tierra salvaje, inhóspita y, sin embargo, atractiva. Mientras vuelvo a la monotonía de los días de siempre, la memoria insiste en recordar los días de Alaska. Veo en televisión Grizzly Man, la película de Werner Herzog que me devuelve a Alaska y a los jóvenes obsesionados por la Última Frontera, por una naturaleza en estado puro que se esfuerzan en creer inocente. Timothy Treadwell, el protagonista, creía en la bondad de unos osos que acabaron por causarle la muerte en Katmai National Park. Y pienso, mientras asisto a su muerte, en aquel bar de Talkeetna, el Fairview Inn, y en la piel de oso colgada del techo.
El gran oso vencido, derrotado, humillado, muerto, en tierra de pioneros y tramperos, en un viejo bar de 1923. Seguirán llegando a Alaska jóvenes idealistas que consideran que la Naturaleza es pura, inocente y generosa, como los protagonistas de Into the Wild o de Grizzly Man, pero Alaska siempre acaba por imponer la dura ley de una naturaleza de frontera, límite.



viernes, 25 de enero de 2013

Alces que mueren en las carreteras de Alaska



Después de recorrer más de 2.000 kilómetros por carreteras solitarias queda claro que los límites entre la civilización y la vida salvaje no siempre están claros en Alaska. Que se lo pregunten si no a los alces, que hace unos años tenían todo el país para correr a sus anchas y ahora se encuentran con la barrera de las autopistas. Según las estadísticas, unos 250 mueren cada año atropellados, y cerca de Anchorage hay un cartel que lleva el recuento de los muertos: 118 desde julio. Para concienciar.
Los alces no son el único peligro de Alaska. También están los caribús, los osos y otras especies. Por si no bastara con la fauna, en invierno la nieve y el hielo convierten las carreteras en una pista resbaladiza. Afortunadamente, el viaje terminó sin incidentes hasta llegar a Anchorage, inicio y final de la aventura.
Anchorage es como un contrasentido: la gran ciudad rodeada de montañas nevadas y de wilderness. Nieve en las calles, hielo en el asfalto y grandes galerías comerciales para refugiarse del frío. Con una estatua del capitán Cook, que en 1778 pasó por aquí, contemplando la bahía desde lo alto de un pedestal.
            Anchorage, la puerta de la aventura, tiene algo que te hace sentirte bien, pero ilustra también el final del viaje. A partir de ahora, sólo quedan horas y horas de aeropuertos y aviones para regresar a casa. Es lo que en baloncesto llaman “los minutos de la basura”, sólo que en el caso de los viajes son muchas horas de incomodidades, cansancio y sueño. Al final, sin embargo, me espera la calidez del hogar y una aparente rutina que deja de serlo gracias a la memoria del viaje, una experiencia que siempre deja una agradable pátina mental que tarda mucho tiempo en desvanecerse.

martes, 22 de enero de 2013

La Alaska de "Into the Wild"


Desde la ventana de mi habitación, en un Bed & Breakfast de Trapper Creek, Alaska, se ve un extenso campo nevado y, al fondo, dominando el paisaje, los 6.194 metros del McKinley, la montaña más alta de Norteamérica, que al amanecer se tiñe de un rosa místico.
Alrededor de la gran montaña se extiende un impresionante conjunto de picos, glaciares, valles, cascadas, ríos, arroyos, lagos y lugares maravillosos que forman parte de los 5.430 kilómetros cuadrados del Parque Nacional de Denali, donde se puede disfrutar de la Naturaleza en mayúsculas. Wilderness, lo llaman los norteamericanos.
La atracción de la Wilderness siempre ha existido, pero se ha acentuado en los últimos años. Son muchos los jóvenes que acuden a Alaska, la Última Frontera, como si acudieran a la Tierra Prometida. Vienen para fundirse con la Naturaleza, para dejar atrás el mal rollo de la civilización. El mejor ejemplo de esta idealización de lo salvaje es Chris McCandless, el joven protagonista de Into the Wild, excelente libro de John Krakauer llevado al cine por Sean Penn. Quemó su dinero, cambió su nombre por el de Alex Supertramp y en 1992 se fue a Alaska para vivir “into the wild”. Iba mal preparado y con pocos alimentos, por lo que resistió poco más de cien días antes de morir de hambre a los pies del McKinley, una pico atractivo a cualquier hora del día.
 En lugares remotos de Alaska me cruzo esos días con jóvenes de mirada perdida que aspiran a ser uno con la Naturaleza. Suelen llevar en la mochila un libro de Jack London que dejan sobre la mesa del bar como si fuera un manifiesto. Se les nota asustados ante la dureza del invierno alaskiano, pero no por ello piensan renunciar a la wilderness. Uno de ellos, sin embargo, me confesó en un bar de Talkeetna, el pueblo que inspiró la serie Doctor en Alaska, que, vista la dimensión del frío, pensaba regresar a casa cuanto antes. “Pero lo volveré a intentar el próximo verano”, concluyó, desafiante, dejando claro que nunca es fácil sacarse de la cabeza la última frontera, la oportunidad de iniciar una nueva vida en la wilderness de Alaska.

domingo, 20 de enero de 2013

Hipnóticas auroras boreales


En un tiempo lejano la aurora boreal era una canción del Dúo Dinámico (“Quisiera ser aurora boreal…”). Sólo palabras; nada que se tradujera en imágenes. A los 20 años, sin embargo, en mi primer viaje a Laponia, la aurora empezó a coger forma gracias a una bella noruega de mirada lánguida llamada Solveig. “El invierno nórdico no es tan duro como pensáis los mediterráneos”, murmuró bajo el sol de medianoche. “Cierto que la noche se eterniza, nieva y hace mucho frío, pero lo das todo por bueno cuando ves una espléndida aurora boreal, con luces de colores que danzan en el cielo”.
No cuelgo ninguna foto de la aurora (ésta corresponde al largo ocaso en North Pole), en parte porque hay que ser muy buen fotógrafo para captar su magia y en parte porque pienso que ni las fotos ni el vídeo hacen justicia a las auroras. Para hacerse una idea precisa de lo que son hay que trasnochar, pasar frío en medio de la noche ártica y dejarse hipnotizar por esas luces misteriosas que oscilan en el cielo, como un visillo mecido por la brisa. Maravillosas auroras…
Desde que tuve la fortuna de ver mi primera aurora, hace años en Islandia, las he perseguido por Noruega, Suecia, Finlandia, Groenlandia, Canadá... Y ahora por Alaska, donde me descubro implorando a los dioses que se registre una actividad alta y que la noche sea despejada. Es entonces cuando las partículas procedentes del viento solar entran en la ionosfera y son desviadas hacia el polo magnético; es entonces cuando el cielo se cubre de colores evanescentes y salta esa magia que un amigo islandés califica de “yoga de los países nórdicos”.
            He visto varias auroras en los últimos días en Alaska, donde las temperaturas bajo cero hielan la noche ártica, y espero seguir viéndolas. Como escribe Barry López en Sueños árticos, libro imprescindible para viajar al Norte, los mejores paisajes son los que tienen un componente mental. En este sentido, las auroras contribuyen a ensanchar la mente y a comulgar con uno de los grandes espectáculos de la Naturaleza.
            Es por ello que, a pesar del frío, seguiré persiguiendo auroras por el mundo, y seguiré dejándome hipnotizar por uno de los fenómenos más bellos y cautivadores que conozco. Y es que con los años he aprendido que Solveig tenía razón: El invierno se soporta mucho mejor con las auroras.

viernes, 18 de enero de 2013

Noticia del Polo Norte, a 38 bajo cero


¡38 grados bajo cero! Brrr… Eso es frío, mucho frío, aunque hay quien piensa que yo me lo he buscado por viajar a Alaska en enero. Y si además de ir a Alaska me dejo tentar por la toponimia y decido pasar un par de noches en una cabaña de un pueblo llamado North Pole, peor todavía. ¡38 grados bajo cero! Brrr… La cabaña de troncos, en un bosque nevado, parece escapada de un libro de Jack London, aunque cuenta con una barbacoa y una mesa al aire libre que llevan a sospechar que en Alaska también existe el verano.
North Pole es un pueblo en plan Alaska, poco estructurado y con un pasado muy reciente. Pensaban ponerle Mosquito Junction, pero en los años cincuenta acabó triunfando el nombre de North Pole, con lo que se ha convertido en una especie de parque temático en el que una gran estatua de Papá Noel da la bienvenida a los visitantes que se dan el gustazo de enviar postales “desde el Polo Norte”.
En North Pole hay una calle Santa Claus, una casa Santa Claus, un parque Santa Claus... La tentación del Norte se resume bien en este pueblo, otro lugar límite que en diciembre registra colas de niños ateridos que vienen a entregarle la carta a Papá Noel. La casa de Santa Claus en Europa se supone en la Laponia finlandesa, pero en América la sitúan en el Polo Norte de Alaska. Son cosas de la geoestrategia del consumismo santaclausiano, aunque, con Papá Noel o sin él, en North Pole siguen a 38 bajo cero… Brrr!



miércoles, 16 de enero de 2013

Alaska a 28 grados bajo cero


Ha cambiado el viento. El del sur, que días atrás traía a Alaska unas sorprendentes temperaturas bajas para enero (en torno a las 0 grados), ha cesado y ahora sopla el gélido viento del norte. Los alaskianos respiran tranquilos: "Todo vuelve a ser como tiene que ser", me dice un tiparrón envuelto en pieles en Tok. Cuando para de nevar, el termómetro inicia un descenso en caída libre; alcanzamos los 28 bajo cero y la gente sonríe satisfecha. Si vives en una tierra extrema, en la última frontera, no puedes andarte con chiquitas, parecen decir. El frío es su elemento. Los ríos y los lagos se hielan y Alaska se encierra en sí misma.
Las carreteras se hielan y tengo la sensación de estar viviendo 24 horas al día en un congelador. Nos cruzamos muy pocos coches; uno cada media hora como mucho, la mayoría camiones de gran tonelaje que avanzan a gran velocidad para que Alaska no quede desabastecido. Sensación de lugar límite en el que es mejor no preguntarse qué pasaría en caso de avería.
Por la noche, en medio del frío, se abre el cielo y aparece el primer atisbo de aurora boreal: luces verdes que bailan en medio del cielo evocando un mundo misterioso. A pesar del frío, se está bien en Alaska.

lunes, 14 de enero de 2013

Carreteras nevadas de Alaska


Cuando aterrizo en Anchorage, a medianoche, la nieve cubre la pista y cae una nevada que lo cubre todo de un silencio blanco. Es el ambiente invernal que esperaba encontrar en enero, pero el taxista que me lleva al centro, un macedonio enfurruñado, me informa, escandalizado, de que “¡estamos a 2 grados positivos!”. Y añade, cabreado: “Antes en enero llegábamos a 30 bajo cero. Llevo quince años en Alaska y nunca habíamos tenido un invierno tan suave. El tiempo está loco, loco”.
             Bueno, pues resulta que el tiempo, aquí arriba, tampoco es lo que era. La culpa es del cambio climático, claro, al que no perdona el taxista macedonio. Por suerte, en el camino hacia la ciudad, un alce cruza cansinamente la carretera como si dijera, a pesar de todo, “Welcome to Alaska”.
Al día siguiente dejo la ciudad para salir de viaje hacia el interior, donde la nieve es más auténtica, y hasta más blanca, que en la ciudad. El paisaje se vuelve solitario, inhóspito, alaskiano. Sólo faltan unos cuantos tramperos y buscadores de oro para subrayar que estamos en el estado de la Última Frontera.
Son kilómetros y kilómetros de monotonía blanca que me hacen comprender mejor el título de un libro de relatos de Jack London: El silencio blanco. El cielo, por desgracia, está cubierto y no habrá auroras boreales esta noche, pero la nevada indica que hay otros alicientes en Alaska. En un alto en un motel de carretera, una mujer del sur habla de la soledad de esta tierra con mirada triste. “A Alaska sólo se puede venir a vivir por amor o por ganas de aventura”, murmura. “Yo vine por amor, pero se acabó… Me separé hace unos meses, pero sigo viviendo aquí y preguntándome por qué no me voy”.
            Y la nieve no cesa de caer, borrando la carretera y borrando también el pasado de esa mujer de ojos tristes que un día llegó al norte por amor. Son historias de Alaska, historias de moteles de carretera, historias de la Última Frontera.

domingo, 13 de enero de 2013

Y que lejos que está Alaska...

Ya sé que el título es una obviedad, pero cuando aterrizo en Anchorage, después de 28 horas de aviones, aeropuertos e incomodidades, es lo primero que se me ocurre. Sí, señor, Alaska pilla lejos, muy lejos, y yo aún diría más, todavía pilla más lejos en invierno, cuando la luz escasea, abunda la nieve y el frío arrecia. La sensacion de lugar límite crece. El camino es largo, pero te regala imágenes maravillosas. Uno de los vuelos me ha llevado de Franfkurt a Seattle, pasando por Groenlandia, y nunca olvidaré el paisaje nevado del oeste de Canadá, con una sucesión de montañas que se diría infinita.
Al ver este paisaje he pensado en el Gran Norte helado, en los osos polares, en los buscadores de oro, en los libros de Jack London... Y es que Alaska es territorio de aventura, como si tuviera el copyright registrado. Espero que no me defraude, en especial en lo que concierne a las auroras boreales, un espectáculo único que es loque me trae hasta aquí. De momento, el aterrizaje en Seattle también tuvo sus alicientes, con un día de pocas nubes y el contraste entre los rascacielos de la gran ciudad norteamericana, un brazo del Pacífico y, al otro lado, los picos nevados de la Olympic Peninsula.
No está mal para empezar. Es la magia de los viajes, que por muchas horas y mucho cansancio que acumules siempre hay un momento que te hace pensar que valía la pena llegar hasta aquí. Y, a partir de ahora, ya en Alaska, las cosas sólo pueden ir a mejor. Por lo menos eso espero.

jueves, 10 de enero de 2013

Regreso a Kreuzberg

Cuando en los años 80 estuve en el barrio berlinés de Kreuzberg, visitando a un amigo que no acababa de decidirse entre lo punkie y lo hippy, me llevé una buena impresión. Allí, en convivencia con una fuerte inmigración turca, parecía concentrarse la escena alternativa de Berlín. Pasaban cosas en Kreuzberg, un mundo aparte que no tenía nada que ver con la burguesía del centro. Había okupas, artistas, músicos, teatretos, traficantes y gente sospechosa en general. Las cosas han cambiado. Ahora hay una parte de Kreuzberg, cerca del antiguo aeropuerto de Tempelhof, que ha atemperado sus ansias alternativas.
Se vive bien en Kreuzberg, donde el actor Daniel Brühl, por cierto, tiene un bar llamado Raval, donde hacen tapas a la barcelonesa, y donde sigue habiendo artistas alternativos. Si uno se esfuerza, además, puede encontrar, especialmente en Oranienstrasse, los bares de sabor oriental, los döner kebabs y las pintadas de antes, como la del cosmonauta, famosa en otros tiempos.
Dicen que muchos artistas de han mudado de Kreuzberg a Neukölln para huir de los alquileres altos y de la invasión turística, pero si uno se esfuerza en Kreuzberg puede encontrar el ambiente de antes. Por cierto, mi amigo ya no vive allí. Ha aparcado lo punk y de lo hippy, ha formado una familia y podríamos decir que se ha convertido en burgués. Ahora vive en Frankfurt.

lunes, 7 de enero de 2013

Karl Marx y el nuevo Berlín

El viejo Karl Marx no parece encontrar su lugar en el nuevo Berlín. Desde que el 9 de noviembre de 1989 cayó el muro que separaba Berlín Este de Berlín Oeste, la capital alemana se ha reurbanizado y se ha esforzado en borrar la vieja herida. Estuve allí a finales de 1989, picando contra aquel muro que tantas separaciones y tanto dolor provocó. Estuve en ambos Berlines, cruzando por el fatídico Checkpoint Charlie, y comprobé que ambas ciudades vivían en universos totalmente diferentes, incomunicados. Ahora vuelvo a Alexanderplatz y me encuentro con que la vieja estatua de Marx y Engels, venerados entonces como dioses, sobrevive discretamente en un rincón del parque.
Sigue allí también la Karl Marx Allee, antiguo escenario de grandiosos desfiles comunistas, gran parafernalia militar en un mar de banderas rojas. Pero a penas si queda nada del uniformado mundo gris de la antigua RDA. Sólo, de vez en cuando, el Trabant de algún nostálgico caprichoso; y algún fragmento de muro que los turistas recorren embelesados, probablemente sin darse cuenta del gran daño que causaba.
Son escenas del nuevo Berlín, de una ciudad bipolar que vive en un cambio perpetuo, siempre mirando hacia un futuro que sus habitantes confían que será mejor que el presente.

viernes, 4 de enero de 2013

Museos con alma de Berlín

No soy de los que se pirran por los museos, no pertenezco al selecto grupo de personas que no paran hasta haber visitado todos los museos de una ciudad; y tampoco soy de esos que pueden pasarse cinco horas viviendo en un museo para así poder captar la esencia de las obras de arte. Lo mío es más bien lo contrario: prefiero patearme las calles o pasarme horas en un bar observando la gente. Ahora bien hay un museo que tengo por norma visitar cada vez que voy a Berlín: el Pergamon.
Me fascina este museo en el que puedes ver piezas tan descomunales como el Altar de Pérgamo, la Puerta del Mercado de Mileto (en la foto) o un fragmento de las Murallas de Babilonia. El museo fue construido entre 1910 y 1930, cuando las campañas arqueológicas alemanas estaban en auge, y allí fue a parar el producto del saqueo. Cada vez que visito el Pergamon no me puedo creer que contenga tantas maravillas. Pero ahí están, y sólo se me ocurre un adjetivo: Colosal. O mejor con k: Kolossal. Muy cerca, en el Neues Museum, contemplo el precioso busto de Nerfetiti, otra pieza maravillosa que también consigue hacerme olvidar mi aversión a los museos. Cien años después de su hallazgo mantiene imperturbable su belleza eterna.
Y ahora: cambio radical de escenario. No conocía el Museo Judío, obra del arquitecto Daniel Libeskind, inaugurado en 1999, y tengo que admitir que me ha fascinado hasta el límite de volver a creer en los museos. Esas bigas de hormigón que cruzan las salas como lanzas, la frialdad de las salas vacías, la Torre del Holocausto y el Jardín del Exilio... La sensación de dolor y desolación que transmite va mucho más allá de lo que consiguen comunicar los museos tradicionales. Es, como el Pergamon, un museo con alma.


miércoles, 2 de enero de 2013

Berlín, siempre Berlín

Cada vez que llego a Berlín, y esta vez no ha sido una excepción, me encuentro con una ciudad nueva. Y me gusta que sea así. Berlín, pienso, es lo más parecido a Nueva York que tenemos en Europa; Berlín se reinventa cada año y siempre se las arregla para atraer a los artistas. Recuerdo que antes de la caída del muro, la Ku'damm era el centro del Berlín Oeste. Hoy está poco menos que olvidada y el protagonismo recae en Alexanderplatz, la avenida Unter den Linden y una puerta de Brandemburgo por la que se puede circular libremente.
Antes, en Brandemburgo, reinaban el muro y los vopos. Hoy dominan los turistas, los manifestantes y los artistas que buscan llamar la atención. Berlín cambia, Berlín sorprende, Berlín mejora con los años. Hace pocos años estaban de moda los barrios de Kreuzberg y Prenslauer Berg, pero ahora me hablan de Neukölln como barrio al alza. Lo dicho, Berlín siempre sorprende. De todos modos, los turistas siguen apuntándose al morbo de hacerse una foto en Checkpoint Charlie, como si el muro todavía existiera.
Pero, claro, ya no es lo mismo. Los vopos de hoy son actores disfrazados en busca de unas monedas, los sacos son puro decorado y, junto a lo que antes era un paso fronterizo que aterrorizaba a cuantos lo cruzaban, ahora se levanta nada menos que un McDonald's. Ver para creer.