viernes, 28 de septiembre de 2012

Fiordos con lluvia, niebla y misterio


La lluvia y la niebla se postulan de entrada como el gran enemigo del viajero. Si la meteo anuncia lluvias, ya sabes que el día se complica. Cegado el paisaje, y complicada la posibilidad excursiones a pie (la mejor manera de conocer un país), todo parece irse al garete. En fin, un día perdido… Y, sin embargo, hay lugares a los que la lluvia y la niebla les sientan la mar de bien. Noruega, sin ir más lejos.

Navegar por un fiordo noruego, con la lluvia difuminando el paisaje y la niebla ocultándolo en parte, es en el fondo un placer. La cortina de agua, el juego de grises de la costa y la aparición de la niebla ayudan a acrecentar el misterio y a imaginar un mundo aparte en el que hasta es posible que existan trolls, elfos y otros seres ocultos.

Hace años que me gusta Noruega, pero hasta hoy no he descubierto que también me gusta bajo la lluvia y con niebla. Supongo que ayuda el hecho de que sólo cae una fina llovizna, y que hace unos minutos me ha parecido intuir la presencia de un elfo... Todavía no lo he visto, pero si continúa lloviendo no creo que tarde. O eso o agarro un buen resfriado. Pero todo tiene su premio: estoy seguro de que en cuanto ves un elfo te transformas en vikingo y estás a tan sólo un paso de que te den la nacionalidad noruega… O eso o te envían a una cura de desintoxicación.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Un hotel de 1891 (con fantasma incluido)

Apenas entro en el Hotel Union, en Øye, me doy cuenta de que el viaje por Noruega pasa a otro nivel: la dimensión desconocida, viaje en el tiempo… En fin, llamadle como queráis. Llueve y la niebla cubre la cima de la montaña, pero la puerta no chirría, como podría esperarse de un hotel de 1891 (¡hay que cuidar los detalles, hoteleros!). Desde el exterior, sin embargo, se adivina que el hotel tiene pedigrí añejo.

En el Hotel Union se han hospedado, desde su fundación, huéspedes ilustres que venían atraídos por la belleza de los fiordos, desde el Káiser Guillermo II hasta la Reina Guillermina de Holanda. Pero, realeza aparte, quienes más prestigio dan al hotel son los exploradores como Amundsen, los músicos como Grieg y los escritores como Karen Blixen o Arthur Conan Doyle. Por cierto, hablando del autor de Sherlock Holmes, dicen que hay un fantasma que merodea de noche por el hotel.

 Se diría que las habitaciones no han cambiado desde hace más de cien años. Camas con baldaquino, jofainas, cortinas de época, suelo de madera y, por supuesto, ni teléfono ni televisión. La fidelidad al siglo XIX tiene esos caprichos. Una camarera llamada Solveig fue la primera en hablarme del fantasma. Responde al nombre de Linda y, según parece, pertenece a una muchacha que trabajó años atrás en el hotel, donde se enamoró de un oficial del séquito del Káiser Guillermo II. Cegada por un amor imposible, ya que él estaba casado en Alemania y no podía obtener el divorcio, acabó lanzándose a las aguas de un río. Lo curioso de la historia es que él le había regalado un broche como prueba de amor, pero ella lo perdió al salvar una niña de morir ahogada. Lo buscó infructuosamente, pero nunca lo encontró. Sin embargo, cuando encontraron su cadáver junto al río… llevaba el broche en el pecho.
            No busquéis explicación. La lógica fantasmal discurre por otros derroteros. Volviendo al presente, diré que Linda no se manifestó aquella noche. Lástima. Bueno, por lo menos no supe verla, pero es que yo soy muy negado para esas cosas. Igual es como los elfos y los trolls, que aseguran que existen en Noruega pero no hay manera de echarles el ojo. Eso sí, al despertarme vi a un tipo que se parecía a Sherlock Holmes husmeando, lupa en mano, en la biblioteca del hotel. Cuando le pregunté qué estaba haciendo, me respondió: “Elemental, querido Watson”.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Geiranger, el fiordo 10

En el año 2006 la Unesco le puso al fiordo de Geiranger la etiqueta de Patrimonio de la Humanidad. “Bueno, ¿y qué?”, dirá alguien. Y tendrá razón, ya que la lista de lugares patrimonialies ha crecido tanto en los últimos años que llega un momento en que carece de sentido. Y, sin embargo, es evidente que Geiranger se merece todos los elogios, ya que sin duda quedaría en los puestos de cabeza en un hipotético concurso mundial de fiordos.


 Vayamos a las medidas: desde el pueblecito de Geiranger, agazapado al final del fiordo, hasta el mar hay 110 kilómetros. O sea: estamos ante un fiordo largo, larguísimo. Si le añadimos que en su último tramo está encajonado entre altos muros rocosos, aumenta la puntuación. Y si ahora le sumamos las bellas cascadas que lo adornan, en especial la de las Siete Hermanas, vamos para matrícula.
Geiranger es uno de esos lugares maravillosos en los que la naturaleza decide mostrarse a lo bestia, en formato king size, y en los que el hombre se siente muy poquita cosa. En la temporada alta, de mayo a septiembre, llegan a Geiranger 160 cruceros y 600.000 turistas. Un exceso. La mayoría se está sólo unas horas, lo justo para soltar unos cuantos "ohhs!" embelesados y cientos de fotos. Hace mal, ya que hospedarse en uno de los cinco hoteles del pueblo y subir hasta los 1.500 metros del Dalsnibba acrecentan la emoción. Y más ahora, en septiembre, cuando hay pocos turistas, la cima está nevada y desde la cumbre se divisa, allí abajo, muy abajo, como si fuera una maqueta, el inicio de este majestuoso fiordo.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Trollveggen, la pared de los trolls

Pues, sí, los trolls abundan en Noruega, aunque no se les vea y, por tanto, no paguen impuestos. Abundan y los miman para que se sientan a gusto. Si el otro día hablaba de la carretera de los trolls, esta entrada trata de la Pared de los Trolls. Se encuentra cerca de Andalsnes y de Molde y está considerada la pared de roca vertical más alta de Europa. Mide 1.100 metros desde la base hasta la cumbre y no es fácil de escalar. Un equipo noruego lo consiguió por primera vez en 1985, tan sólo un día antes que un equipo británico.


Caminamos en zigzag montaña arriba, bajo una fina lluvia y rodeados de niebla (lo que en Noruega se considera un tiempecillo agradable), hasta llegar a una especie de meseta que es un perfecto mirador de la Pared de los Trolls. Desde allí puedes verla, enfrente, con la cima cegada por la niebla, como un reto imposible, pero ya se sabe que los escaladores, conquistadores de lo inútil, no se arredran ante nada. Es más: cuando mayor es el reto más se motivan.

El ascenso a la meseta permite además la visión del idílico valle Romsdalen, una sinfonía de verdes que desemboca en un fiordo que parece escapado de las páginas de El Señor de los Anillos. Ésta es una de las gracias de Noruega, que siempre tienen montañas y fiordos a mano, lo que garantiza paisajes dramáticos, espectaculares. Y, por si faltara algo, también tienen unos cuantos trolls que dicen que acechan en la niebla. Feos, grandotes, narizotas e invisibles. Nadie puede verlos, pero están allí, dispuestos a completar la postal.

sábado, 15 de septiembre de 2012

La carretera de los trolls

Resulta curioso que los trolls, considerados en la mitología nórdica como monstruos feos, grandotes y sucios, gocen de tanto predicamento en Noruega. Pero es un hecho que los tratan como si fueran de la familia. Nadie los ha visto, ya que por definición son invisibles, pero son como las meigas en Galicia, “haberlos, haylos”. Confieso que hasta que hace poco los únicos trolls que había visto eran los de las tiendas de Noruega: unos muñequitos narizotas, despeinados y desgarbados. Y lo más sorprendente es que la gente los compra como si fueran muy cuquis. Misterios de la trollología. En este estado de cosas, no es extraño que frenara en seco al encontrarme, en una carretera cercana a Andalsnes, una señal que advertía: “Peligro: Trolls”.

“Claro que hay trolls por aquí”, me dijo un noruego de aspecto serio. “Que no los veamos no quiere decir que no existan. Éste es el típico lugar donde puedes sentir su presencia”. Cerré los ojos y me concentré, pero no sentí nada. Supongo que tienes que nacer noruego para esto. En cualquier caso, allí empieza la Trollsitgen, o escalera de los trolls, una carretera que sube hasta 858 metros, con curvas pronunciadas y fuerte pendiente. Desde lo alto se desploman unas cuantas cascadas en las que, según dicen, podrían vivir trolls, pero yo, pobre de mí, sólo vi agua.
La carretera es de las que se suben con el corazón encogido, sin detenerse, encajonados entre montañas por las que se supone que vagan felices los trolls. En lo alto hay una esplanada de la que sale un sendero que conduce a un par de miradores espectaculares, de nido de águilas. Soy tan inútil que no conseguí ni ver ni sentir ningún troll, pero me alegró comprobar que en la tienda los vendían como churros. La verdad es que sigo sin verles la gracia, pero por lo menos no apestan, como dicen que hacen los auténticos trolls.

jueves, 13 de septiembre de 2012

Y, de repente, una isla Noruega

Los viajes de hoy permiten cambios radicales en sólo cuestión de horas. ¡Zas! Como si de un truco de magia se tratara. Hace unos días estaba en Menorca, gozando de la plácida vida mediterránea, y ahora, tras un par de saltos en avión, estoy en Noruega, en la bella región de los fiordos del sur. Cambio de pantalla, cambio de clima, cambio de todo. El sol de Menorca cede el paso, en Kristiansund, a una lluvia intensa, un viento racheado que deconstruye paraguas y 10 grados de temperatura. Welcome to Norway, proclama un cartel, pero nadie te advierte de que la palabra verano no significa lo mismo en Noruega, sobre todo en septiembre. 


Noruega es un país hermoso y rico. Tiene un sinfín de islas pegadas a la costa, pero como allí no hay recortes, el Gobierno echa mano de las arcas públicas, repletas gracias al petróleo, y las une con una sutil costura de túneles y puentes de diseño atrevido. Por uno de esos túneles, que parece descender al centro de la Tierra, pasamos a la isla vecina de Averoya y, una vez allí, nos embarcamos para llegar a Haholmen, una islita rocosa que fue refugio de pescadores de bacalao y que hoy ocupa un hotel encantador, distribuido en casas de madera.
Sopla el viento en la isla y las nubes negras sugieren un mundo dramático, pero todo se arregla con una buena cena a base de bacalao en uno de esos interiores nórdicos que parecen tener el copyright de la calidez. Se está bien en Haholmen, a pesar de la lluvia, del viento y del cambio de chip. Las habitaciones son como camarotes, pequeñas pero muy acogedoras, con una madera que huele a Norte y que te lleva a pensar en Norwegian Word: “I once had a girl or should I say she once had me…”. Y cuando, de repente, sale el sol, aunque sólo sea unos minutos, el paisaje se suaviza y se reviste de unos colores intensos que confirman que Noruega es uno de los países más bellos de Europa.

viernes, 7 de septiembre de 2012

El encanto rural de Menorca

Una de las cosas que más me gustan de Menorca es que en una misma isla conviven los lugares más turísticos con un mundo rural muy vivo. El día puede empezar, por ejemplo, dándose un baño en la Macarella o en la Macaralleta, calas lanzadas a la fama gracias a un anuncio de cerveza que contagiaba felicidad, alegría, música, juventud y un Mediterráneo por encima de toda sospecha. En agosto las calas están superpobladas, pero en los primeros días de septiembre se diría que están reservadas para unos pocos elegidos. Son las ventajas de viajar fuera de temporada.


El anuncio de cerveza en cuestión empezó hace cuatro años con un spot en Formentera, la isla donde el azul es más azul, y continuó con Menorca, para saltar después a la Costa Brava de El Bulli. Este verano a la hermosa costa de tramontana de Mallorca. Y así vamos, de playa en playa y de costa a costa, con una música que se pega y una juventud que ríe, hace el tono y se enamora. El año que viene supongo que le tocará a Eivissa y después... a saber. Los caminos del Mediterráneo, y de la cerveza, son afortunadamente amplios y generosos.

Bueno, a lo que iba. Decía al principio que me gusta en Menorca el contraste entre las calas paradisíacas y lo rural. El camino a la Macarella es un buen ejemplo. Avanzas por una carretera encajonada entre muros de piedra seca, que son como monumentos al viento, y si, de repente, te da por visitar alguna de las granjas del camino, puedes darte de bruces con un entorno rural auténtico en el que venden sobrasada casera, queso casero, figat casero, calabazas caseras y unas buenas dosis de amabilidad con suave acento menorquín. Un mundo aparte que complementa el de las playas.


Y así sigue la vida en Menorca, con buenos productos caseros, unas puestas de sol que llenan la isla de tonos dorados y un aire de paraíso que diría que casi siempre flota en el entorno. Sobre todo ahora, cuando el turismo de masas ya ha regresado a sus cuarteles de invierno y la isla adquiere un aspecto más acogedor, alejado del mundanal ruido.

martes, 4 de septiembre de 2012

El paisaje mineral de la Punta Nati

El viento, a menudo, se lleva todo el protagonismo en Menorca, sobre todo cuando sopla la tramontana. Al caer el día, sin embargo, la puesta de sol le roba el momento estelar. Del lado de Ciutadella, muchos son los turistas que acuden a la Punta Nati para contemplar como los últimos rayos del sol van tiñiendo los muros de piedra seca con tonos de miel o de ron.

El faro que se levanta en el extremo de la punta, marcando el inicio de la castigada costa norte, se erigió en 1912, justo dos años después de que en el naufragio del General Chanzy fallecieran 156 personas. Hubo un solo superviviente en medio de este paisaje mineral, pedregoso, que parece enlazar con otros mundos.
     El viento es el culpable de que no crezca nada en esta parte de la isla. El viento y unas piedras que no parecen tener límite, por mucho que, pacientemente, las hayan ido transformando en muros, cabañas o navetas los pobladores de esta isla maravillosa.

sábado, 1 de septiembre de 2012

Menorca, la isla del viento

Sorpresa: el avión que me lleva a Menorca desde Barcelona va casi vacío. “Es final de temporada”, me aclara una azafata. “A finales de agosto y principios de septiembre  los aviones van llenos de Menorca  a Barcelona, con familias cargadas de niños y bártulos, pero poca gente hace el viaje al revés”. Pues que bien. Me gusta esa sensación de ir contra corriente, y más si es con la ventaja añadida de que la isla también está medio vacía. Menos coches, pocas colas en los caminos que llevan a las calas y mesas libres en los restaurantes. Y la isla sigue siendo igual de bella, por supuesto. O más, ya que la soledad y el viento (esos días sopla una fuerte tramontana) acrecientan su encanto. En el cabo de Favàritx, por ejemplo, el espectáculo de las olas es para ponerse a aplaudir.



Un faro es casi siempre un lugar límite que oculta, entre las rocas cercanas batidas por el viento, historias pasadas de desolación y naufragios. El de Favàritx no es una excepción, aunque, cuando luce el sol, adquiere un aspecto tintinesco, inocentón, en especial por las franjas de pintura en espiral que lo decoran.

Mientras contemplo el espectáculo del mar embravecido, me ratifico en que a Menorca hay que volver de vez en cuando. Está bien viajar a lugares lejanos, pero Menorca te ofrece la posibilidad de regresar a un territorio conocido en el que resulta más fácil reconciliarse con las islas, con el Mediterráneo, con la vida… y hasta con uno mismo. Y ese viento inmisericorde que no deja de soplar se encarga de barrer las historias del pasado y subraya que el final del verano está más cerca.