miércoles, 30 de octubre de 2013

Los atascos eternos de Nairobery



A Nairobi le suelen llamar Nairobery, por los muchos robos que allí se cometen, pero en este viaje ni he intuido el peligro. De lo que no me he librado es de los atascos, un clásico en la capital de Kenya. Es en estos atascos que amenazan con eternizarse, como en un cuento de Cortázar, donde comprendo porque se dice que el tiempo en África no tiene nada que ver con el de Europa. “En Europa tenéis los relojes, pero en África tenemos el tiempo”, repiten. Será eso, aunque supongo que los ladrones de Nairobery tienen ambas cosas: tiempo y relojes. En cualquier caso, para amenizar la espera están los vendedores que se mueven entre los coches con prensa, caramelos o lo que sea. Aunque algunos lleven un antifaz con la bandera de Kenya, que quede claro que no son atracadores de autopista. La sonrisa les avala. 
Otra distracción en los atascos es el árbol en el que se posan los inquietantes marabús, pajarracos desgarbados que Graham Greene decía que parecían paraguas desvencijados. Son, de hecho, como un híbrido de cigüeña y buitre, y en Nairobi se concentran en la Uhuru Highway, junto al estadio de fútbol, como un aperitivo de la naturaleza en gran formato que nos espera. No está probado que asistan a los partidos, pero contemplan con indiferencia los miles de coches de la avenida.
Los atascos son de tal magnitud que pienso que un buen observador tendría hasta tiempo, contemplando esas aves, de doctorarse con una tesis sobre los marabús urbanos. Pero por suerte llega un momento en que atasco y tesis se esfuman y los coches vuelven a circular como si nada hubiera sucedido. A partir de aquí empieza la genuina carretera africana, empieza la Kenya que hemos venido a ver.

domingo, 27 de octubre de 2013

Lo que queda del mítico árbol del Hotel Stanley



Decididamente, el tiempo pasa. Dejo atrás Mongolia y llego a Kenya para emprender un viaje africano. La ruta apunta a lugares emblemáticos como Masai Mara, el lago Victoria, Serengeti, Ngorongoro, Arusha…, pero la primera parada es en Nairobi, una ciudad a la que no le tengo cariño, probablemente porque las ciudades africanas tienden a crecer mal. Hay dos sitios, sin embargo, a los que me gusta volver: el centenario Hotel Stanley y la Biblioteca McMillan. En el Stanley me gusta revivir historias de exploradores y visitar el árbol en el que dejaban sus mensajes, el Thorn Tree. Pero ya digo que el tiempo pasa y, desde 1998, la acacia del Stanley ya no es lo que era. El viejo árbol murió y lo reemplazaron por uno esmirriado.
En los plafones que rodean al Thorn Tree los turistas dejan hoy mensajes banales. Nada que ver con los de los viejos exploradores. En la parte antigua del hotel, una exposición rescata sin embargo aquel tiempo lejano, con fotos de Karen Blixen, Finch Hatton, etc. Pero ya nada es lo que era: el África de hoy pertenece a los turistas y los exploradores sólo sobreviven en los libros. Para recordar los viejos tiempos es mejor ir a la Biblioteca McMillan, de 1929, en la que las goteras y los grandes colmillos insinuan que el tiempo se ha detenido. 
Los estudiantes pasan horas en la antigua biblioteca, mientras a las puertas de la institución unos jóvenes se pasean con carteles que proclaman que “Corruption is evil”. Justo en este momento siento que el África del pasado y la del presente se dan la mano para encarar un futuro lleno de interrogantes.

martes, 15 de octubre de 2013

Esos valles eternos en los que el tiempo se diluye



En Mongolia siempre hay un más allá. Te adentras en un valle que se te antoja infinito y cuando por fin llegas a lo que piensas que es el final te das cuenta de que es sólo un recodo: el valle no acaba, si no que continúa. Un río caudaloso marca el eje de un paisaje majestuoso, en Cinemascope, en el que los pastos se suceden hasta el infinito. De vez en cuando, un par de tiendas nómadas y una manada de caballos te transportan a un pasado que, paradójicamente, es hoy mismo. 
Las distancias son enormes en Mongolia, un país casi vacío en el que los nómadas campan a sus anchas. De vez en cuando aparece un jinete que lanza un grito poderoso y cabalga hacia la manada. Parece una escena sacada del Far West, pero es real. Como lo es que un ancho río se cruce en tu camino y no tengas más remedio que cruzarlo con el 4x4, tal como sucede en el valle de Orkhon, una maravilla que no necesita la etiqueta de Patrimonio de la Humanidad para que sepamos que es único, grandioso, de otro mundo.
Cuando cae el día, la luz del crepúsculo resalta todavía más la belleza del paisaje, hasta que las montañas se convierten en grandes sombras inquietantes y el río en una cinta plateada. De repente, una manada de caballos cruza el río para ir a la otra orilla. Es entonces cuando te das cuenta de que el tiempo parece haberse diluido para inmortalizar unas escenas en las que la naturaleza siempre tiene todas las de ganar.

domingo, 13 de octubre de 2013

Monasterios tibetanos en Mongolia



Mongolia es, junto con Bután, el único país independiente donde la religión mayoritaria es el budismo tibetano. Fue en el siglo XVI cuando el budismo llegó desde el Tíbet, y se ha mantenido hasta hoy, con el paréntesis de la época comunista, en el que la religión estaba prohibida. Ahora, sin embargo, los monasterios experimentan un auge, como puede comprobarse en el de Gandan, en Ulan Bator. Cuenta con un Buda de 26,5 metros de alto, pero les parece poco y van a construir uno de 52. Otro monasterio importante es el de Erdene Zuu, situado en el interior de un recinto amurallado de Kharkhorin, junto a las ruinas de la antigua capital. Contaba con más de mil monjes en el siglo XIX, pero ahora sólo hay cuarenta. De todos modos, sigue impresionando por sus numerosos budas, máscaras y frescos; y por las murallas coronadas de estupas.
Otro monasterio que merece la pena visitar es el de Tuvkhun, uno de los más antiguos de Mongolia. Lo construyó en 1653, en lo alto de una montaña de 2.700 metros de altura, Zanabazar, el primer líder espiritual del país. Llegar hasta allí requiere esfuerzo, pero las vistas que se disfrutan desde allí, así como el ambiente de meditación y las rocas que infunden energía, compensan de sobras.
Un monasterio más pequeño, situado en un lugar encantador, es el de Uvgun, en los montes Khugnu Khaan. Una de las monjas que vive en él, cuyo nombre traducido significa Flor de Oro, estudió marxismo leninismo y fue bibliotecaria de la Escuela del Ejército. En 1992, sin embargo, aparcó su pasado para dedicarse con su madre a la restauración de este monasterio en el que su bisabuelo fue lama. “Mi vida ha cambiado mucho”, murmura. “Me gusta mucho más lo que hago ahora”. Escuchándola, se diría que los últimos años de la historia de Mongolia se resumen en ella.


miércoles, 9 de octubre de 2013

La vida errante de los nómadas mongoles



Los nómadas son lo mejor de Mongolia. Son ellos los que ponen una nota de color en la monotonía de la estepa. De vez en cuando aparece en el horizonte la silueta inconfundible de un ger, la tienda que los rusos llaman yurta. Su forma redonda y la apertura en el techo, que permite que entre la luz y salga el humo de la estufa, se funden con el verde de los prados en los que sestean las manadas de caballos, ovejas, yaks o camellos. La forma del ger, armado sobre una estructura de madera, no ha cambiado desde hace siglos, aunque en los últimos años los nómadas han incorporado a su vida la moto, la placa solar y la parabólica. Su vida continua siendo en esencia como siempre, pero con un pie en la modernidad.
 
Cuando llega un forastero, los mongoles suelen mostrarse generosos; le invitan a entrar en su ger y le ofrecen leche agria, galetas de yogur de yak, queso, pan o cerveza mongola. Es entonces cuando el ger se transforma en un universo cálido que te transporta al pasado, a otra manera de vivir. Aparte de tres camas, los únicos muebles son la estufa, un pequeño altar budista y un pequeño altar familiar, con fotos de todos los miembros de la familia y, a veces, la estatuilla de un caballo en un lugar destacado. 
Los nómadas suelen cambiar la ubicación del ger cuatro veces al año. Desmontan la tiendan, amontonan sus muebles mínimos, los cargan en una furgoneta y marchan en busca de nuevos horizontes, siempre bajo ese cielo que veneran, a menudo de un azul intenso que augura un buen futuro. Y la vida sigue, procurando siempre lo mejor para sus rebaños, incluso en invierno, cuando la nieve, el frío y el silencio cubren Mongolia.

lunes, 7 de octubre de 2013

Una estepa hipnotizante que no parece tener fin



¿Dónde empieza la estepa en Mongolia? No hay que esperar mucho para verla. Apenas dejas atrás las últimas casas de la caótica Ulan Bator, el paisaje se desnuda de atributos y te sumerges en un llano infinito, sin árboles, sin casas, poblado sólo por tiendas nómadas aisladas, los llamados gers, y grandes rebaños de caballos y ovejas. Al fondo, las montañas nevadas marcan el límite del territorio habitable.
Es la estepa, una tierra remota y desolada que invita a la introspección. El coche avanza en medio de una monotonía hipnotizante en la que destaca de vez en cuando un ovoo, un monumento hecho con piedras que los mongoles decoran con kadags, una tela de color azul que ondea para calmar a los espíritus de la tierra.
En el período comunista, los ovoos estaban prohibidos. Ahora se les venera. Cuando llegas a uno, hay que rodearlo en el sentido de las agujas del reloj, y se aconseja dar tres vueltas para calmar a los espíritus. No está de más añadir alguna piedra al monumento. Todo suma en el dominio de la soledad.
Empieza a nevar tras la parada en el ovoo. Se acerca el duro invierno mongol, en el que las temperaturas se desploman hasta 40 bajo cero. Hace frío y el camino es largo, pero la carretera que se adentra en la desolación te invita a continuar. Del millón y medio de quilómetros cuadrados de Mongolia (tres veces la superficie de España), la mayor parte es estepa y desierto. Avanzamos, en dirección oeste hacia el corazón de la estepa, hacia un mundo maravilloso punteado por los gers de los nómadas.

jueves, 3 de octubre de 2013

La larga sombra de Gengis Kan



El aeropuerto internacional de Mongolia lleva el nombre de Gengis Kan, el guerrero y conquistador que en el siglo XIII unificó las tribus nómadas del centro de Asia para fundar el Imperio Mongol, que se extendía del Pacífico a Europa y de Siberia a la India. Gengis Kan asoma, pues, apenas llego a Mongolia. Es sólo un aperitivo, ya que su presencia se repite por todo el país. Hay calles, plazas, hoteles y bares que llevan su nombre, luce bigote en los billetes de tugriks y es también una marca de cerveza, vodka y tabaco. Gengis Kan está en todas partes en Mongolia, pero donde más brilla es en la gran estatua ecuestre –la mayor del mundo, de 40 metros de altura- que se levanta en Tsonjin Boldog, a unos 60 kilómetros de Ulan Bator.
Desde la disolución de la Unión Soviética, en 1991, Mongolia se ha esforzado por buscar una identidad que ha encontrado un aglutinador en Gengis Kan. Su figura queda un tanto lejos en el tiempo, pero los mongoles no se cansan de homenajearle, bebiendo la cerveza o el vodka que llevan su nombre. ¡Todo sea por el gran conquistador! En el centro de Ulan Bator, un impresionante Gengis Kan sentado preside la fachada remodelada del Parlamento. Y a su sombra acuden los mongoles para hacerse fotos de recuerdo, con unas cuantas condecoraciones en el pecho que les avalan.
Gengis Kan lo preside todo en Mongolia. En la gran estatua ecuestre del conquistador, por cierto, un ascensor permite subir hasta lo más alto y entrar en la boca del caballo. Es una sensación extraña, pero los mongoles insisten en que los caballos, omnipresentes en la estepa, son el otro gran símbolo del país. Es como mínimo una experiencia curiosa... siempre que al caballo no le dé por relinchar.