viernes, 28 de junio de 2013

Kalmar y el Reino de Cristal

Kalmar es una pequeña ciudad de Suecia, de unos 30.000 habitantes, que resulta agradable a primera vista. Se encuentra en la región de Småland y cuenta con un espectacular castillo del siglo XVI, que se levanta a orillas del Báltico con unas murallas que harían desistir al invasor más empecinado. Sus calles con casas antiguas parecen sacadas de un cuento de esos en los que la maldad no existe.
Se come bien en el puerto de Kalmar, con vistas a la vecina isla de Öland, y los bares del centro se suelen llenar las noches del fin de semana, cuando los suecos y las suecas se desmelenan y la ciudad deja de ser un cuento para niños. En los pueblos de los alrededores, como en Boda, les da en cambio por una artesanía del cristal que se alterna con los paisajes de bosques y lagos. Lo llaman el Reino de Cristal, un nombre que parece sacado de El Señor de los Anillos
Este bar de cristal azul, del Hotel Kosta Boda, da fe de la pasión de los suecos de esta región por el cristal. A su alrededor hay un pueblo casi de cristal en el que, siguiendo una antigua costumbre obrera, montan cenas junto a los hornos de las fábricas de cristal. Con tanto cristal, diríase que estamos en un mundo muy frágil, pero no: la región de Småland está habitada por nórdicos y por tanto, goza de un irreductible espíritu vikingo.





lunes, 24 de junio de 2013

Öland, isla del viento y de vikingos



Cuando en 1972 inauguraron el puente de seis kilómetros que une la costa sueca con la isla de Öland, los lugareños proclamaron que a partir de entonces nada sería lo mismo. Y, sin embargo, a pesar de los muchos coches que el fin de semana llegan desde la vecina ciudad de Kalmar, Öland sigue siendo una isla con personalidad. Me lo cuenta, ante una maqueta de la isla, Christian, un ornitólogo alto y rubio, con pinta de vikingo, que hace diecinueve años decidió irse de Estocolmo para instalarse en esta isla que él considera “muy especial”.
 ¿Qué por qué es especial Öland? Pues por el viento que no cesa, por las muchas aves que la habitan, por sus faros y por las tumbas vikingas que aparecen de vez en cuando. Las tumbas consisten en grandes rocas clavadas en el suelo, de tal modo que algunas dibujan la forma de un barco. Faros, viento, barcos y tumbas vikingas… No está mal para excitar la imaginación de cualquier escritor. 
Johan Theorin (Gotemburgo, 1963) ha escrito cuatro novelas negras ambientadas en Öland. Ha partido de la realidad de la isla, ha puesto unos asesinatos y un poco de misterio y ha conseguido entrar en la elite de la novela negra sueca. Si quieren leer algún libro suyo, Tormenta de nieve o La hora de las sombras están bien y han sido publicados en castellano por Mondadori.

viernes, 21 de junio de 2013

Las inquietantes fotos del explorador ártico

Hay dos cosas que me llama la atención en Gränna, una agradable población de la región sueca de Småland: los caramelos de palo (¡los venden nada menos que en trece tiendas del pueblo!) y un museo que recuerda la hazaña del explorador polar Salomon August Andrée, nacido en Gränna en 1854 y fallecido en el Ártico en 1897. Había leído sobre el sueño de Andrée de alcanzar el Polo Norte en globo en libros de exploradores, pero ignoraba que hubiera nacido en Gränna y que en el museo del pueblo pudiera verse el material recuperado de su intento fracasado, como las botas correosas y el chaleco mínimo para combatir el frío que se exponen en una discreta vitrina.
La historia de Andrée es de las que merecen contarse. Este ingeniero sueco decidió, con el mecenazgo del rey de Suecia y de Alfred Nobel, intentar llegar al Polo Norte con un globo de hidrógeno que bautizó como Örnen (“El Águila”). Partió de las islas Svalbard como un héroe el 11 de junio de 1897, con dos compañeros a bordo, uno de los cuales era el fotógrafo Nils Stringberg, primo del dramaturgo August Strindberg. Sorprendidos por una tormenta, el globo se desvió de la ruta prevista y, por culpa del hielo acumulado en la parte alta, acabó cayendo sobre la banquisa polar. Tras dos meses de esfuerzos, los tres expedicionarios lograron llegar en trineo a las islas Kitoya, donde nadie fue a rescatarles y donde fallecieron al poco tiempo.
El final de la expedición de Andrée no se supo hasta 1930, cuando una expedición noruega encontró los restos del último campamento del explorador. Recogieron a los tres cadáveres y todo el material que encontraron, entre ellos el diario de Andreé y las fotos de Strindberg, que fueron reveladas 33 años después de la muerte del fotógrafo. Hoy, medio veladas por el blanco omnipresente del hielo, pueden verse en el museo de Gränna como un homenaje póstumo. Lo mínimo que puede decirse es que contagian una inquietud imposible de definir.

lunes, 17 de junio de 2013

Las bellas señoritas de Jönköping



Si algún día vuelvo a Småland, una región sueca llena de encantos naturales, procuraré coincidir de nuevo con el baile de los graduados que se celebra a finales de primavera. Las señoritas del lugar lucen ese día vestidos largos de colores vivos, peinados de fantasía y sonrisas panorámicas, mientras ellos se ponen unos trajes que se adivinan alquilados o prestados. En cualquier caso, gracias a este despliegue, la ciudad de Jönköping, donde aterricé hace unos días, se llena de unos colores y de una alegría contagiosa.
Había estado varias veces en Suecia, pero nunca en Småland, una región que merece la pena visitar. Bellos paisajes, lagos, bosques, pueblos con encanto, iglesias de madera, amables carreteras secundarias…y encuentros inesperados como el de la fábrica Husqvarna, con más de trescientos años de historia y una larga tradición en motos, máquinas de coser, cortadoras de césped y sierras mecánicas estilo “matanza de Texas”. Puede parecer duro, pero tiene su gracia.
Cuando vuelva a Jönköping, procuraré pasar más horas junto a su espléndido lago y visitar la fábrica de cerillas. Y es que si la visita a Husqvarna dio juego, ¿cómo no va a darlo el único museo de fósforos del mundo? Por cierto, en la línea de la novela negra sueca, indica la guía Lonely Planet que el fósforo se usaba, entre otras cosas, “para acelerar herencias y provocar abortos”. Quién iba a decirlo de las inocentes cerillas…

lunes, 10 de junio de 2013

Malé, una isla con el cartel de completo

La capital de las Maldivas, Malé, es una isla que, vista desde el cielo, da la impresión de que debería de colgar el cartel de completo. En contraste con los muchos espacios vacíos de este país de 1.200 islas, Malé se ve saturada de edificios de varios pisos; han construido tanto que se diría que en cualquier momento el exceso de peso va acabar por hundir la capital de las Maldivas. En 1987 vivian 20.000 personas en Malé; ahora ya son más de cien mil.
Cuando ves la isla del Malé desde el aire te llevas las manos a la cabeza, y cuando desembarcas en ella, procedente de alguna isla paradisíaca, sigues sin bajar las manos. En Malé hay demasiados edificios, demasiada gente y demasiadas motocicletas. Algunas mezquitas, junto con los palacios del Gobierno, aspiran a ser el centro de las visitas turísticas, pero es el mercado del puerto, donde se amontonan los atunes y los cocos, el que se lleva la medalla al mérito de lugar más vibrante. En los resorts hoteleros se mueve el dinero del turismo, pero es en Malé donde los negocios echan humo.
Esta bien visitar Malé, ni que sea para constatar que no todo es turismo en las Maldivas, pero es recomendable marchar cuanto antes, para certificar que las playas de arena blanca, los cocoteros y los fondos de coral son un invento mucho más placentero que el caos mareante de una calurosa ciudad surgida en medio del Índico.





miércoles, 5 de junio de 2013

Aguas turquesa y atardeceres de ensueño



La visión de las islas Maldivas desde el aire, cuando te desplazas en uno de esos pequeños hidroaviones que ejercen de aerotaxis, es todo un espectáculo panorámico, pero es sólo cuando te instalas en alguna de sus numerosas islas que se te otorga la oportunidad de bañarte en un paraíso de playas de arena blanca, aguas color turquesa, arrecifes de coral, peces de colores increíbles y unos atardeceres rojos que embelesan a los honeymooners, que es din duda la especie que más abunda en las Maldivas.
Tengo que admitir que en islas como Kuramathi, Velassaru, Maafushivaru o Lonubo se está la mar de bien. Las dos primeras son de una dimensión mediana, mientras que las otras son pequeñas. A Maafushivaru, que mide 500 metros de diámetro, puedes darle la vuelta en diez minutos, mientras que a Lonubo, ínfima, en sólo tres. Aunque a la hora de la verdad resulta inevitable tardar bastante más, ya que siempre te detienes en algún lugar para recrear los ojos en sus aguas turquesa, darte un chapuzón o explorar sus fondos de coral. 
Y así pasa la vida en las Maldivas, con buenas langostas sobre la mesa, cerveza fría y un buen masaje de vez en cuando para poder soportar tanta dureza y tanto stress.

sábado, 1 de junio de 2013

De isla en isla por las Maldivas


Lo que se lleva en las Maldivas es ir dando saltos de isla en isla. Como en el Juego de la Oca, pero en un hidroavión que enlaza las muchas islas de este país tan acuático. El viaje, a poca altura, suele ser placentero, siempre con unas cuantas islas a la vista que destacan sobre el azul del mar. Al despegar, puedo ver al completo la bella isla de Kuramathi, donde he pasado los últimos días. Mide 1,8 kilómetros de punta a punta, aunque la vegetación tropical hace que parezca más grande.
Vuelo plácido, como decía, de isla en isla y de belleza en belleza, hasta que llega la lluvia y el mar se encrespa. No suele suceder, pero hoy toca. La piloto, una canadiense simpática bregada en los cielos de la isla de Vancouver, intenta amerizar por dos veces, pero acaba desistiendo la ver las olas demasiado crecidas. Mientras, vamos viendo más islas, algunas con hoteles-paraísos, con villas sobre el agua pensadas para honeymooners.

Al final, por culpa de las olas, amerizamos más lejos de lo previsto. Bajamos a una balsa mínima, de seis metros cuadrados, donde no hay más remedio que esperar. En este espacio mínimo surge la camaradería típica de las emergencias. Durante el vuelo nos hemos ignorado, pero ahora todos hablamos con todos, nos contamos la vida y reímos juntos. Cuando por fin, después de una hora de espera, llega la barca a rescatarnos, zarpamos en busca de Maafushivaru, una isla de quinientos metros de diámetro que, cómo no, también ejerce de paraíso para turistas. Un placer, por supuesto.