miércoles, 29 de febrero de 2012

Las cosas básicas de Nueva Zelanda


Me gusta esta foto por la eficacia del mensaje. Cuando viajas por Nueva Zelanda te revistes a veces del espíritu del pionero. No importan los detalles, sino lo básico, como sucede en este hotel de Whataroa que anuncia "Camas, cerveza, comidas". Lo importante de la vida está aquí. Para qué vamos a perder tiempo en cosas prescindibles.


lunes, 27 de febrero de 2012

El toque francés de Akaroa


Hay muchos lugares de Nueva Zelanda que tienen un evidente toque mágico, y entre ellos figura Akaroa. No es tan conocido como Milford Sound, Golden Bay o Roturoa, pero su paisaje de origen volcánico sobrecoge en cuanto lo ves. 


Akaroa se halla a unos 80 kilómetros de Christchurch, en la Península de Banks, que James Cook bautizó como isla en homenaje a su botánico, Joseph Banks. Más adelante se desharía el entuerto, como también se enderezaría el de que Akaroa (“puerto largo” en maorí) era una población francesa. La llegada de balleneros y marineros franceses antes de 1840 así lo hacía prever, pero el tratado de Waitangi dejó claro que la Isla del Sur de Nueva Zelanda sería, como la del Norte, de adscripción británica.
Con el tiempo, sin embargo, los habitantes de Akaroa, y también los de Christchurch, que tienen aquí “su Cadaqués particular”, han querido conservar el toque francés del pueblo, en el que hay locales con nombres como L’Hotel, Ma Maison, La Boucherie du Village y hasta una pista de petanca. Casi nadie habla francés en Akaroa, pero les gusta mantener esta french connection hasta el extremo que la carrera ciclista entre Christchurch y Akaroa recibe el nombre de “Le Race”. Así, en bilingüe.


Se está bien en Akaroa, aunque cierto ambiente posh y la profusión de banderas francesas a veces carga. Pero basta con escaparse hacia la montaña para darse cuenta de la situación privilegiada de este puerto. Aunque, de hecho, no es hasta que ves una foto aérea de la Península de Banks que comprendes dónde se encuentra Akaroa: en el cráter de un antiguo volcán que, abierto por uno de los lados, ha permitido la llegada del mar para formar el más largo y bello puerto de esta costa de Nueva Zelanda.

Por la izquierda


En Nueva Zelanda, como en el Reino Unido y en Australia, se conduce por la izquierda, lo que a veces complica un poco las cosas. Cuentan las distancias en kilómetros, eso sí, que siempre queda más claro que en millas. Son de hecho una mezcla de la sociedad británica más tradicional con la norteamericana. 


Por si alguien se olvida de que hay que conducir por la izquierda, vi en Dunedin esta pegatina que no deja lugar a dudas, tanto de por donde se conduce como de la predilección de los kiwis por la cerveza.

sábado, 25 de febrero de 2012

Buzones de Nueva Zelanda



Una de las cosas que más me llama la atención en Nueva Zelanda son los buzones de las casas. Suelen ser del tipo norteamericano, un medio cilindro para cartas y periódicos clavado en lo alto de un palo frente a las casas. Sencillo, pero eficaz.


En las ciudades, suelen llevarse los buzones de metal o de plástico, comprados por lo general en grandes superficies, pero en los pueblos sigue viva la tradición de construirse cada uno su propio buzón.




En mi recorrido por el país he podido ver que es en los lugares calificados de alternativos, donde vive una población bohemia o de tendencias artísticas, donde la creatividad se nota más. 

En Golden Bay, por ejemplo, o en Otago Peninsula vale la pena caminar por las calles fijándose en los originales buzones. Todo un descubrimiento que te lleva a añorar las cartas de asntes.



viernes, 24 de febrero de 2012

Los pingüinos de Otago Peninsula


Otago Peninsula es un lugar sorprendente. Me ha encantado recorrer Portobello Road, que discurre a orillas del mar, y también la carretera central, que ofrece grandes vistas desde lo alto. En esta extraña península se reúne un mundo de naturaleza insospechado muy cerca de Dunedin, una de las grandes ciudades de la isla del Sur de Nueva Zelanda.
            Llegué a la península de Otago bajo una fuerte lluvia y me marché bajo un sol tímido. En cualquier caso, estando en Otago no quise perderme el espectáculo de los albatros, pingüinos y focas, aunque confieso que tengo poco de naturalista. Cuando viajo con mi amigo Andoni Canela, especialista en osos, linces, águilas y otros animales, todo resulta más fácil. Él pone sus conocimientos y su teleobjetivo, y yo le sigo con mi libreta de notas. Hemos estado juntos en África, siguiendo el rastro de leones, leopardos y elefantes; en Noruega, persiguiendo auroras boreales; y en Canadá, fotografiando osos polares. Un placer.
            En Otago, sin embargo, a falta de Andoni, me dejé llevar por mi intuición. Me dirigí de entrada a Pilots Beach, donde me dijeron que al atardecer se concentran los pingüinos. Llovía, pero no por ello pensaba rendirme. Antes de llegar allí, sin embargo, me fijé que había una veintena de coches mal aparcados sobre un acantilado. ¿Estarán esperando a los pingüinos?, me pregunté. ¿O quizás a los albatros o a las focas? Fuera lo que fuera lo que esperaban encerrados en sus coches, decidí apostarme junto a ellos con la mirada atenta. La lluvia arreciaba, pero no pensaba retirarme.
Pasaron lentamente los minutos y, mientras andaba yo escrutando la playa y las rocas sin lograr ver nada, escuché un grito de júbilo. Los conductores empezaron a hacer sonar las bocinas, a lanzar ráfagas de luces y gritos eufóricos. ¿Estaban avistando albatros, focas o pingüinos?, me pregunté ansioso. En cualquier caso, debía de ser algo excepcional, ya que les veía fuera de si. Pronto salí de dudas. No se trataba ni de albatros, ni de focas ni de pingüinos. Lo que tanto les emocionaba era algo mucho más grande: un enorme trasatlántico, el Queen Elizabeth, que justo en aquel momento abandonaba el puerto de Dunedin.


            El Queen Elizabeth salió majestuoso por la bocana de la bahía, con los pasajeros saludándonos desde cubierta. Yo, para no desentonar, los saludé como hacían los demás, aunque de reojo iba mirando hacia la playa por si aparecía un albatros, una foca o un pingüino. Ni que hubiera sido uno de los más pequeños por lo menos me habría servido de premio de consolación.

jueves, 23 de febrero de 2012

El silencio de Milford Sound


Este espectacular fiordo, situado en la costa oeste de la Isla del Sur, es una de las grandes atracciones de Nueva Zelanda. Y con razón. Navegar por sus aguas oscuras, rodeado de montañas, acantilados, bosques y cascadas, produce esa sensación que tanto me gusta cuando viajo: la de encontrar una naturaleza que me supera, que hace que el hombre sea tan sólo un accidente mínimo en medio de un paisaje de gran formato. Mires donde mires se te llenan los ojos de espacios naturales. Ni una casa, ni rastro de presencia humana… Bueno, a no ser por los barcos que pasean turistas por el fiordo. De todos modos, Milford Sound es tan grandioso que aguanta sin alterarse la presencia de tanto guiri. Ahí va un consejo: los cruceros de última hora son más baratos y menos concurridos. Hay que huir siempre de las horas punta, de la masificación

El pueblo más cercano a Milford Sound, Te Anau, se encuentra a 120 kilómetros. Esta distancia hace que el camino hasta allí, sea a pie, en bicicleta, en coche o en autocar, tenga algo de iniciático. En Te Anau se diría que empieza un mundo nuevo, el de Fiordland, la Tierra de los Fiordos, con bosques majestuosos, lagos enormes, montañas, glaciares y una increíble fauna autóctona.

Cuando el barco de Milford Sound sale por fin a mar abierto, tras una hora de recorrido, te das cuenta de que el fiordo tiene algo de protector. Si permaneces entre sus altos y escarpados muros, rodeado de silencio, te sientes a salvo de todo. El Mar de Tasmania, sin embargo, aparece de repente como un mundo hostil, agresivo, con todas las historias de bravura, tempestades y naufragios que arrastra.

Por cierto, llueve 200 días al año en Milford Sound, uno de los lugares más húmedos del planeta. El verde exuberante y las numerosas cascadas no están allí por casualidad.

Nueva Zelanda y "El Señor de los Anillos"


A medida que viajas por Nueva Zelanda te vas dando cuenta de que todo el país es un gran plató en el que se rodó El Señor de los Anillos. Lo sientes cuando penetras en los bosques de árboles y helechos gigantes, lo ves en las zonas volcánicas de Rotorua o Tongarino (la tierra de Mordor), lo confirmas en el valle de Hutt, en las cercanías de Wellington, y lo ratificas en Matamata, donde hasta pueden visitarse las casas de los hóbits.

            Peter Jackson lo tuvo fácil al elegir escenarios para el rodaje de El Señor de los Anillos. Nacido neozelandés, conoce a la perfección su país y sabía muy bien, por tanto, que en él pueden darse los paisajes más variados, muchos de ellos ligados a una naturaleza casi virgen y a un mundo onírico que encaja a la perfección con las descripciones de Tolkien.
            Los paisajes citados en el primer párrafo se refieren todos a la isla del Norte, pero también en la del Sur se sigue repitiendo una sensación de déjà vu que proviene de haber visto El Señor de los Anillos. Los paisajes de Golden Bay, de Queenstown, de Glenorchy, de Te Anau o de los Mavora Lakes te remiten directamente a la película y, consecuentemente, a la novela de Tolkien.
            Éste es otro de los alicientes de un viaje a Nueva Zelanda. Pero lo realmente bueno es que todavía hay más, muchos más.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Aquí nació el puenting


A los neozelandeses les gusta el riesgo. Quizás por eso son pioneros en los deportes de aventura. Lo he comprobado en los días que llevo por aquí. Cuando yo me extasío admirando un río de aguas bravas, un neozelandés ya se está planteando bajarlo en rafting, en kayak o a pelo. Y donde yo veo una montaña escarpada, casi vertical, ellos ya están buscando la mejor vía para escalarla. Y no digamos con las olas y el surf, que parece que lo llevan en la sangre. Qué le vamos a hacer: los kiwis son así.



Con estos antecedentes, no es de extrañar que el puenting naciera en Nueva Zelanda, concretamente en 1988 en el antiguo puente de Kawarau, a 23 kilómetros de Queenstown. Cuando estuve allí hace unos días me sorprendió comprobar que el puente se ha convertido en una especie de santuario de los amantes del riesgo. Acuden allí embelesados, lo fotografían obnubilados y, después de pagar 180 dólares, se lanzan al vértigo del vacío, con los pies atados a una cuerda, como si estuvieran comulgando.
            En fin, la descarga de adrenalina convertida en una religión que cada vez parece tener más adeptos, sobre todo en Nueva Zelanda.

lunes, 20 de febrero de 2012

Punakaiki y Wharariki Beach


Hay lugares que te seducen, antes que nada, por el nombre. Es el caso de Punakaiki, un pueblecito de la costa oeste de la Isla del Sur de Nueva Zelanda. Se encuentra entre una montaña escarpada, cubierta de una vegetación exuberante, la playa de arena blanca y unas rocas esculpidas por un mar, el de Tasmania, que aquí siempre parece enfadado. En total no son más de diez casas, pero cuenta con una animada taberna donde corre la cerveza. Cuando se pone el sol, los pocos habitantes se citan en la playa para contemplar cómo la luz va tiñiendo la costa del color de la miel. Después, se dirigen a la taberna.


            Muchos viajeros de detienen sólo unos minutos en Punakaiki, lo justo para contemplar las Pancake Rocks. Después, prosiguen el viaje con prisas. Es el mal de nuestro tiempo, que vamos conometrados, siempre con un nuevo destino a la espera. Pienso, sin embargo, que merece la pena pasar por lo menos una noche en Punakaiki, para gozar del crepúsculo y para contemplar cómo, por la mañana, el nuevo día rescata de la oscuridad el precioso bosque del Parque Nacional de Paparoa.


            De vez en cuando, se ven focas y pingüínos en Punakaiki, pero yo no tuve esta suerte. No sé, debían de estar de vacaciones. De todos modos, estoy satisfecho habiendo visto la puesta de sol desde la playa. Como lo estuve días antes cuando llegué,  caminando por las dunas, a la fabulosa Wharariki Beach, una playa grande, bellísima, solitaria, presidida por una gran roca que forma un arco monumental sobre las olas. Otra maravilla de Nueva Zelanda. Son ya tantas que he perdido la cuenta de las que llevo.






viernes, 17 de febrero de 2012

El paraiso de Marahau (NZ)


De vez en cuando, en los viajes, te encuentras sin haberlo previsto con un paraíso que te hace pensar que ya no quieres ir más allá. Es el caso de Marahau, un pueblecito situado en el extremo norte de la Isla del Sur, en Nueva Zelanda. El pueblo, de hecho, no es gran cosa: unas pocas casas, dos càmpings alternativos y uno de carvanas, unos cuantos bares, un par de lodges selectos y una roulotte eternamente aparcada donde dos jóvenes alternativos sirven platos sencillos y venden bebidas orgánicas. Lo importante, sin embargo, no es el pueblo, si no lo que lo rodea: playas idílicas de arena dorada, bosques frondosos que llegan hasta el mar y una costa virgen y desgarrada, de una belleza absoluta. Todo pertenece al Abel Tasman National Park, uno de los parque más pequeños de Nueva Zelanda, y uno de los más hermosos.

Lo que más abunda en Marahau son mochileros y alternativos. Te los cruzas por los caminos de esta costa que sólo se puede recorrer a pie: 51 kilómetros en total que se suelen hacer entre 3 y 5 días, depende del ritmo que te impongas, o del que puedas permitirte sin echar el bofe. Por el camino hay campings y cabañas donde puedes pasar la noche, y tienes que estar siempre pendiente de las mareas, ya que en esta costa puede haber hasta 6 metros de diferencia entre la marea alta y la baja.


El camino, de paisajes bellísimos, con calas increíbles y playas de ensueño, está muy frecuentado en esta época del año, el verano austral. En él te encuentras tanto a jovenes con greñas y chanclas, con aspecto de surfers, a mochileros equipados con botas de montaña, los últimos adelantos en ropa deportiva y bebidas energéticas. Todos buscan lo mismo: la belleza de un paisaje único y la sensación cada vez más difícil de estar caminando por una costa virgen, por un mundo que la codicia de los humanos no ha conseguido estropear.
Al final del día, cuando el sol se pone en Marahau, los bares del pueblo de llenan con la gente que acaba de completar la travesía de la costa. En su mirada soñadora puedes leer lo que están pensando: el paraíso existe y se llama Marahau.

miércoles, 15 de febrero de 2012

La Puerta del Infierno


La naturaleza, en Nueva Zelanda, parece que juegue en otra división. Aquí es todo más grande, más bonito y más verde. Lo he podido comprobar en el viaje en coche desde Auckland hasta Rotorua. Un paisaje ondulado, muy verde, con grandes rebaños de vacas, granjas de madera que parecen escapadas del Oeste, árboles gigantes que lo presiden todo y, de vez en cuando, un bosque sagrado de los maorís, con helgueras que juegan a ser árboles.

Todo es precioso, pero de lo visto hasta ahora en la Isla del Norte, una de las cosas que destaco es un lugar llamado Hell’s Gate, la Puerta del Infierno. Se encuentra a unos veinte kilómetros de Rorotua, un pueblo situado junto a un gran lago con mucha actividad volcánica. Las calles de Rotorua huelen azufre y en el parque de la ciudad encuentras fuentes sulfurosas, pequeños géisers y volcanes de barro. Además de árboles XXXL, una constante en Nueva Zelanda. Muy cerca está Te Puia, una zona de actividad volcánica convertida en parque temático, con espectáculos maorís, cenas maorís y visitas guiadas a precios nada maorís. Francamente, prefiero Hell’s Gate, por donde puedes ir a tu aire, con poca gente y sin tanta parafernalia.

Antes de pagar los 35 dolares neozelandeses que cuesta la entrada a Hell’s Gate (unos 25 euros), es fácil adivinar donde es. El humo de las fumarolas lo delata. Aparece en medio del bosque como un aviso ancestral de actividad geotérmica. Yo tuve la suerte de llegar muy tarde, cuando ya faltaba poco para que cerraran. Me dieron una hora para hacer el recorrido, casi en solitario, y confieso que lo disfruté a fondo, como si estuviera haciendo una inmersión en un mundo aparte, en otra dimensión.


Los nombres de los distintos lagos, albercas y hoyos de barro ya impresiona de entrada, empezando por la Puerta del Infierno (nombre que se debe al padrino Georges Bernard Shaw) y continuando por el Baño del Demonio, Inferno, Sodoma y Gomorra, la Garganta del Diablo, la Caldera del Diablo, etc. El conjunto es una zona de aguas sulfurosas que llegan a estar a más de 100 gradoss, con géisers abortados, tierras de colores y barro que hierve. Lo que más me gustó fue el bosque que hay entre las dos zonas volcáncias. Unos árboles inmensos, con los troncos recubiertos de líquenes amarillentos y, de vez en cuando, un estallido de flores azules que parecen salidas de la película Avatar. Y, en medio de todo, un río de agua caliente que se desploma en un salto de agua. Impresionante.


 No muy lejos de Rorotua, por cierto, está Tongariro, el parque natural que fue escenario de la tierra de Mordor en El Señor de los Anillos. Es otro lugar que vale la pena, otro 10. Y es que Nueva Zelanda da para mucho, tanto a nivel cinematográfico como de naturaleza a lo grande.

martes, 14 de febrero de 2012

¿Una manzana bomba?


¡Doce horas de diferencia! ¡Ahí es nada! Es lo que tiene irse a las Antípodas en febrero: que aterrizas en pleno verano mientras en Europa hace un frío invernal, pero te quedas descolocado por culpa del cambio de hora. Un par o tres de horas se aguantan; seis o siete te dejan un poco tarumba, pero más o menos se pueden negociar; con 12, en cambio, ya no hay componenda que valga. La medianoche de allí es el mediodía de aquí; la noche es el día y el día es la noche. Y a aguantar como puedas, con el cuerpo quejándose a todas horas y advirtiéndote de que no vamos bien.

Llegué a Auckland a medianoche, después de 26 horas de vuelo desde Barcelona, con paradas en Milán y Singapur. Demasiadas horas, sin duda, con todos los huesos emitiendo quejidos y lamentos. Levantarme del asiento cuando por fin aterrizamos en Auckland me costó, y también digerir ese oximoron que es la comida de avión, con el que me atiborraron durante horas casi sin tregua.

Tras el aterrizaje, empezó, ya en el mismo aeropuerto, la inmersión en Nueva Zelanda. Un cartel avisaba para que no quedaran dudas: “El Kiwi es el animal nacional de Nueva Zelanda; el rugby, el deporte nacional”, con una foto de los acojonantes All Blacks, actuales campeones del mundo. Y carteles de Kia ora (“Bienvenido amigo”) por todas partes. El trámite de revisar el pasaporte va rápido, siempre que tengas el billete de regreso a mano y puedas demostrar que eres un turista. ¿Qué como se demuestra? Pues muy sencillo. contando a dónde piensas ir y haciendo gala de que tienes el mapa del país y las principales atracciones grabadas en la memoria. Cosas del turismo responsable. En cualquier caso, la agente  que me atendió hacía las preguntas sonriendo. De buen rollo.

En la recogida de equipajes, un perro con agente adosado se paseaba husmeando entre los pasajeros. ¿Qué buscaba? ¿Drogas? ¿Explosivos? Nada de eso: de repente se puso a oler a fondo la bolsa de mano de una inglesa de mediana edad. La policía hurgó en el interior y, ‘¡ajá!, no tardó en sacar un objeto sospechoso: ¡una manzana! Y es que la Bioseguridad va aquí muy en serio: nada de importar alimentos de otros países, y tampoco barro. No sea que vayamos a contaminar su espectacular naturaleza.

La pobre inglesa responsable de la “manzana bomba” tuvo que pagar una multa de 400 dólares neozelandeses (unos 250 euros) y soportar las miradas de desprecio de los kivis (o sea, los neozelandeses) que la rodeaban. ¿A quién se le ocurre? Introducir una manzana en Auckland. Con el riesgo que comporta.

No puede quejarse la inglesa de que no estaba avisada. Te lo repiten hasta la saciedad ya desde el avión y hay carteles por todas partes avisando de la posible multa. También te insisten en que tienes que limpiarte las suelas de las botas o de los zapatos de golf. No vaya a ser que traigas barro contaminante.

Tras el episodio de la manzana sospechosa, a la salida me esperaban unos deliciosos 25 grados de temperatura. ¡Por fin, el verano! Como un zombie, me fui directamente a un motel cercano al aeropuerto, el Kiwi. Lo elegí por el nombre y porque vi una foto en la que se veía un kiwi gigantesco en el tejado. Pensé que empezar el viaje por Nueva Zelanda a la sombra del animal nacional era garantía de buen rollo. Por lo menos así lo espero.








jueves, 9 de febrero de 2012

¡Me voy a Nueva Zelanda!


Mañana vuelo a Nueva Zelanda. ¡Por fin! Sé que me espera una paliza aérea de más de 26 horas, pero me es igual: voy a Nueva Zelanda, que es lo que importa, me largo del frío para aterrizar en el verano austral, cambio los guantes de piel y el gorro de lana por el bañador y las chancletas. Siempre me ha gustado la desconcertante sensación de volar hacia el hemisferio sur, de cambiar de estación con el truco mágico de un puñado de horas de vuelo, de irme al otro extremo del mundo para burlar el frío. En el siglo XVIII los barcos tardaban meses en llegar hasta allí, pero los aviones te permiten la trampa de tomar un atajo. Estoy de acuerdo con mi amigo Josep Maria Romero de que los aviones falsean la noción de viaje, pero en este caso benditos sean.
Siempre he tenido muchas ganas de viajar hasta allí, pero por una u otra razón he ido aplazando el viaje. ¿Que por qué me atrae Nueva Zelanda? Pues de entrada porque está allí, en las Antípodas, lejos de casi todo. Siempre que he visto las dos islas del país dibujadas en un mapa he sentido la urgencia de viajar hasta allí. En segundo lugar, por las fotos y documentales en los que he visto una naturaleza de las que a mí me gustan: bellísima, de gran formato y no muy poblada. Lugares como Torangiro, Golden Bay, Millford Sound, Otago y el Mount Cook hace muchos años que me llaman. Ahora ha llegado el momento de ir a su encuentro.
            En 1999, cuando me recorrí Australia de arriba abajo, ya sentí la tentación de volar a Auckland. Estaba allí mismo y era difícil resistirse, pero había ido a Australia para escribir un libro (Boomerang. Viaje al corazón de Australia) y no podía desviarme de mi objetivo. Así, pues, lo dejé para más adelante. Y luego, claro, pasa lo que pasa, que Nueva Zelanda siempre queda a trasmano. De todos modos, en aquel viaje australiano conocí a algunos kiwis (así llaman a los neozelandeses) y pude comprobar que, por lo general, son unos tipos estupendos, amantes de la naturaleza, afables, acogedores. Ahora podré conocerlos en su ambiente. A ver si se mantiene el nivel.
            En resumen, que ha llegado la hora de soltar amarras y cruzar el mundo, de volver a los viajes, que desde hace años se han convertido en la salsa de mi vida, en mi manera de ganarme la vida. En un momento así, me acuerdo del inicio de Moby Dick, la gran novela de Herman Melville: “Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto tiempo exactamente- con muy poco o ningún dinero en el bolsillo y sin nada particular que hacer en tierra, pensé que podría ir a navegar por ahí y ver la parte acuática del mundo. Es mi manera de ahuyentar la melancolía y regular la circulación…”.
            Pues eso, que ha llegado el momento de viajar, de romper la rutina y poner rumbo a Nueva Zelanda, de ir en busca del otro y de encontrar nuevas emociones.

lunes, 6 de febrero de 2012

El frío de Noruega


Estos días que hace frío de verdad me acuerdo de mi amiga Randi, una simpática noruega a la que conocí hace unos años en Tromso, la hermosa ciudad del norte del país. Randi se reía cuando veía en televisión que España se paralizaba porque había nevado un poco, más o menos como ha pasado ahora. “Es gracioso lo que pasa en España”, decía. “Cae una pequeña nevada y los informativos abren diciendo que hay dos centímetros de nieve, que cierran las escuelas, que los transportes no van, que todo se paraliza… Aquí estamos acostumbrados a seguir como si nada aunque caiga una gran nevada. Para nosotros es la normalidad”.

            Bueno, supongo que la nieve es algo normal cuando vives por encima del Círculo Polar Ártico, cuando el récord de nieve caída es de 2,40 metros (el 29 de abril de 1997) y cuando la temperatura se acerca en invierno a los 20 grados bajo cero. Por no hablar de cuando sopla la ventisca y sientes que el frío te penetra hasta los huesos.
            Randi tiene razón: aquí somos unos quejicas que paralizamos el país por una nevada que allí sería nada, pero debería comprender que la nieve no es lo nuestro. Y que tampoco hemos crecido con mentalidad de pioneros, como ella, que es nieta del último gran cazador de osos, Henry Rudi, un aguerrido noruego, al que llamaban “El Rey de los Osos”, que murió en 1970 después de haber matado nada menos que a 713 osos polares.
            La vida aquí es mucho más tranquila, sin osos polares que acechen y sin nieve que nos invada. Y tenemos además el Mediterráneo, un mar amable que nos regala unos veranos sublimes que atraen en masa a los turistas nórdicos. Claro que, para compensar tanto frío y tanta nieve, también en los países nórdicos tienen la bellísima aurora boreal, una diva que no siempre se muestra,  pero que cuando lo hace provoca “¡ohhhs!” de rendida admiración.

            “Yo he visto auroras desde niña”, me decía Randi, “pero aún hoy, cuando veo una de las más bonitas, me quedo paralizada en medio de la calle, aunque haga mucho frío”.
            Ambos estamos de acuerdo: la aurora boreal es una maravilla. Y este año, el 2012, dicen que es de los mejores para contemplarlas. Pues, nada, que habrá que ir preparando viaje hacia el norte… a pesar del frío y de la nieve. 

jueves, 2 de febrero de 2012

El tao de los viajes

Aprendemos con el tiempo que el mundo de los viajes no se compone sólo de largos recorridos y de estancias en lugares lejanos. La pasión por el viaje puede surgir por medio de una conversación, una película o un libro; o, simplemente, hojeando las páginas de un Atlas o mirando cómo gira una bola del mundo. Viajar es, en cierto modo, un estado de ánimo. No hace falta ir muy lejos para sentirlo. Que se lo pregunten si no a Xavier de Maistre, autor de Viaje alrededor de mi habitación, a Enrique Vila-Matas, autor de El viajero más lento o a Rafael Chirbes, autor de El viajero sedentario. Lo exótico, la lejanía, puede llegar a fatigar, como solía decir Josep Pla o como constató Josep Maria de Sagarra en su excelente libro de viaje a la Polinesia, La ruta blava.

En los últimos días ha caído en mis manos uno de esos libros que, con sólo hojearlo, ya sientes que palpitan en sus páginas un millón de viajes. Se trata de The Tao fo Travel, del gran viajero norteamericano Paul Theroux. En él reúne una larga colección de confesiones viajeras, muchas propias (demasiadas para mi; no me gusta la autocita), pero también de otros viajeros. Theroux escribe en el prefacio que ha comprobado que "los viajeros más apasionados han sido también lectores y escritores apasionados". Supongo que tiene razón desde el momento en que la lectura de determinados libros es la mejor incitación a un viaje. Por otra parte, resulta inquietante cuando revela que "para Freud el viaje simboliza la muerte". Puede que sea así, pero, como diría el gran George Brassens, no tenemos ninguna prisa por llegar al destino. "Muramos por las ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta".

Para iniciar este blog no se me ocurre nada mejor que citar una de las frases del libro de Theroux: "Es casi axiomático que, tan pronto como un lugar adquiere reputación de ser un paraíso, se convierte en un infierno". Asusta pensarlo, pero demasiadas veces he podido comprobar que es cierto. La distancia entre paraíso e infierno, hablando desde el punto de vista del turismo, es a menudo muy corta. Supongo que pasa lo mismo que quería decir Groucho Marx cuando soltó su célebre frase: "Nunca desearía pertenecer a un club que aceptara como socio a alguien como yo". Son las contradiciones del turismo de masas.