domingo, 29 de julio de 2012

Una isla llamada Mauricio

De Groenlandia a Mauricio y tiro porque me toca. Algo así, parecido al juego de La Oca, es el mundo de los viajes. En unos pocos días he pasado de las costas árticas y desoladas de Groenlandia a un paisaje tropical que no creo que pueda ser más diferente, con las palmeras y la caña de azúcar como protagonistas. Confieso que llegué a la isla un tanto maltrecho, después de once horas de avión desde París, y que me recibió un cielo nublado que no presagiaba nada bueno, pero aún así me invadió la euforia de aterrizar en un nuevo lugar.


Pues, sí, Mauricio se veía un tanto lúgubre bajo las nubes de tormenta, y más aún cuando, a mi llegada a un hotel de la costa este, empezó a soplar un fuerte viento que sacudía sin compasión a las palmeras. De todos modos, no me arredré. En parte porque estaba en una terraza con vistas al mar (y a las palmeras) y ya se sabe que las tormentas, cuando estas a cubierto y con un gin tonic en la mano, siempre pasan mejor.


Aquí están mis queridas palmeras, pues, meneándose como si bailaran al ritmo de un viento huracanado. Mientras las contemplaba, por cierto, pensé que ya es raro que una isla de llame Mauricio. No sé, es como si se llamara José o Antonio. Francamente, queda mejor Zanzíbar o Madagascar, por hablar de dos islas cercanas. El nombre se lo pusieron los navegantes holandeses en homenaje al príncipe Mauricio de Nassau, pero al quedarse sólo en Mauricio, sabe a poco. Pero, en fin, aquí estoy, en esta isla del Índico que mide la mitad de la de Mallorca y en la que dos terceras partes de la población son indios. El resto, por lo visto en el hotel, deben de ser honeymooners, parejitas en luna de miel que no paran de hacerse arrumacos.


En resumen, que lo bueno de las tormentas tropicales es que no duran demasiado. Vienen, arman el lío... y se van. Y entonces puedes contemplar una playa de ensueño y un mar color turquesa que, francamente, no tiene nada que ver con el de Groenlandia.




sábado, 21 de julio de 2012

Groenlandia (y 8): Nada que ver con el Mediterráneo

Le llaman mar, como al Mediterráneo, pero es evidente que el Ártico que rodea a Groenlandia no tiene nada que ver con un mar plácido, con calas, playas, pinos y rocas donde la gente se tumba a tomar el sol, o con una agua en la que es un placer darse un baño. Aquí, te levantas por la mañana y te encuentras con un mar de un color gris metálico y 3 grados de temperatura. Brrr! Y exclamas: "Vaya, vaya, aquí no hay playa..."



Se comprende con un tiempecillo como el de la foto, con nubarrones negros, icebergs y una costa desierta y helada, lo último que te apetece es darte un baño. Pero hay que aceptar que, por otro lado, este mar tiene momentos de gran encanto, con espectaculares paisajes que parecen surgidos de la imaginación de un romántico aleman; del sector torturado, por supuesto.


Y cuando esto ocurre, te reafirmas en que el viaje a Groenlandia, que hoy llega a su fin, ha valido mucho la pena, aunque por momentos, navegando entre la niebla y la oscuridad, la silueta del Fram, barco de nombre mítico, parezca mas bien la de un buque fantasma que se aventura entre el hielo en busca de una aventura cada vez más difícil.


Y así hasta la próximo viaje. Bye, Bye, Greenland! Adiós icebergs, hasta pronto paisajes árticos.

lunes, 16 de julio de 2012

Groenlandia (7): ¡Por allí resopla!

Lo bueno de navegar durante unos días por el Ártico es que, tarde o temprano, salta la sorpresa del avistamiento de una ballena. Es el momento de recordar la épica persecución de Moby Dick por parte del capitán Ahab, de rescatar el alma marinera que todos tenemos y gritar a todo pulmón: "¡Por allí resopla!".


Corres el riesgo, por supuesto, de que el resto de los pasajeros te miren como si te faltara el juicio, pero en cuanto también ellos divisan el vapor de agua que expulsa el animal todos se agolpan en la cubierta de proa para intentar descubrir el lomo de la ballena en cuanto asoma.


Y de vez en cuando, ¡bingo! Aparece una ballena retozando a estribor del Fram, con un iceberg al fondo, como si quisiera satisfacer las ansias fotográficas de los viajeros del hielo.


Y el viaje continúa, siempre junto a las costas de Groenlandia, en busca de un paisaje ártico que no tiene nada que ver con el de nuestro querido y soleado Mediterráneo.

viernes, 13 de julio de 2012

Groenlandia (6): Qulissat, pueblo minero abandonado

Nos levantamos con cuatro grados de temperatura (Brrr! Frío en verano!) y niebla. El Fram avanza con lentitud, como de puntillas. Se diría que teme la deriva incierta de los icebergs, hasta que fondeamos enfrente de un pueblo minero abandonado: Qulissat, en la isla de Disko.


Son una cincuentena de casas que parecen acongojadas entre la niebla y el mar, en una pendiente que culmina en la entrada de la mina. El silencio sobrecoge: ya nadie vive aquí. El asentamiento se fundó en 1924 y se abandonó en 1974 porque la extracción del carbón ya no era rentable. Se hace extraño ahora caminar entre sus casas maltrechas que sólo muy de vez en cuando habitan algunos cazadores.


Jimmy, uno de los guías el Fram, lleva un fusil en la espalda. "Es por los osos", me dice, "aunque no hay muchos por aquí. No es obligatorio, como en las islas Svalbard, pero hace sólo una semana vieron tres cerca de la capital, Nuuk. Aquí hay que estar siempre alerta". Tiene razón: ésta es una tierra en la que la impresionante naturaleza te invita a no bajar la guardia. Aquí llegaron a vivir hasta 1.200 personas, entre ellas el actual primer ministro de Groenlandia, Kuupik Kleist, nacido aquí. Pero ahora, en Qulissat sólo reinan la desolación y los espíritus.


Me acuerdo, paseando por Qulissat, de Pyramiden, la ciudad rusa abandonada de las islas Svalbard. Pero allí todo era más grande, más planificado, más urbano, más comunista, empezando por el busto de Lenin que preside la calle principal.


Son dos mundos distintos, pero ambos árticos y mineros. En Qulissat domina un ambiente más individual, de pioneros, de casas de madera que se están cayendo con el tiempo y que se llevan la memoria de las familias que las habitaron.


Cuando nos vamos, tengo la sensación de que no he visto suficiente, y pienso que sería interesante pasar aquí unas cuantas noches, aunque sólo sea para escuchar el silencio... o sentir las voces del pasado que me ayudarían a reconstruir una historia olvidada.

viernes, 6 de julio de 2012

Groenlandia (5): Un lugar llamado Uummannaq

A los inuits, que son muy suyos en las cosas del humor, les gusta llamar a Uummannaq "el Río de Janeiro de Groenlandia". No es por el clima, por supuesto, ni por las inexistentes escuelas de samba. Llaman así a esta población de 1.500 habitantes, situada en un lugar límite, lejos de casi todo, por el impresionante pico de 1.170 metros de altura que parece protegerla.


La llegada a la isla de Uummannaq corta la respiración, tanto por el pico de doble punta como por las casas pintadas de colores esparcidas sobre las rocas y, en especial, por los icebergs de todas las formas y tamaños que parecen formar una barrera para dificultar el desembarco.


En Uummannaq se respira Gran Norte por todas partes. Sopla un fuerte viento, estamos a 4 grados y ni siquiera con las lanchas resulta fácil abrirse paso en su pequeño puerto.


Los pesqueros que alimentan la factoría de pescado que hay en Uummannaq tienen dificultades para hacerse a la mar, y hay momentos que parecen perdidos en medio del mar de hielo.


Cuando por fin conseguimos desembarcar, deambulo por las calles en cuesta de Uummannaq, entre casas pintadas con colores vivos, escaleras de madera, pescado puesto a secar, perros atados de mirada triste que ansían la llegada del invierno para sentirse libres y caras opacas de los pocos inuits que salen a la calle.


A pesar de la impresión inicial, Uummanaq se me revela como un pueblo agradable en medio de un ambiente hostil. Los icebergs están ahí mismo, como si pretendieran asediar la isla, pero acaban siendo una compañía necesaria.


En uno de los oscuros bares del pueblo, llenos de bebedores cabizbajos y circunspectos, un inuit me explica que "la montaña protectora" les ayuda a que todo sea más llevadero. Será eso.

domingo, 1 de julio de 2012

Groenlandia (4): Icebergs talla XXXL


No es fácil convivir con un iceberg. Esto es algo que saben muy bien en Groenlandia, donde a poco que te despistes se te planta un iceberg en el jardín. Y no un iceberg de bolsillo, sino de tamaño catedralicio, de los que hacen que tú casa se convierta en algo así como una maqueta.
      Cuando, en mi camino hacia el norte de Groenlandia, a bordo del Fram, vi los primeros icebergs, no paraba de hacerles fotos. Era algo mágico. Había visto muchos hace un año, en un viaje a las islas Svalbard, pero, comparados con éstos, aquellos parecían de guardería. Aquí, cerca de Qeqertarsuaq, en Disko Bay, los icebergs son de talla XXXL.


Lo malo de un iceberg es cuando ves que se está acercando demasiado. Es entonces cuando aparece el síndrome Titanic y los pasajeros del Fram empezamos a soltar risitas nerviosas. Si encima el implicado se desmorona, resquebrajándose con un ruido trágico que no parece augurar nada bueno, las risitas se frenan para dejar paso a una preocupación sin medias tintas.


Tras desembarcar del Fram, por las escasas calles de Qeqertarsuaq (“la isla más grande”) me percaté de que a los inuits no les preocupan los icebergs. Para ellos son el paisaje cotidiano. Y eso que para mi gusto están demasiado cerca, hasta el extremo que en el campo de fútbol semejan las gradas de un estadio. 

Pero, bueno, supongo que para los groenlandeses lo de tener un iceberg a cuatro pasos es como para nosotros tener el coche en el garaje. O un camión. Salvando las distancias, por supuesto.