(Artículo publicado en El Periódico el 22 de abril de 2012)
Un amigo
islandés, Gudmundur, me pregunta cómo van las cosas por España. “Acabo de leer
que la economía está muy mal y que os costará salir de la crisis”, me dice con
aire preocupado. Mientras le escucho, recuerdo que en octubre de 2008 los
periódicos de todo el mundo hablaban de la crisis islandesa, del hundimiento de
la Bolsa y de
los bancos, de la devaluación en un 60% de la corona islandesa y del negro
futuro que se cernía sobre esta isla remota. Hace tres años y medio las miradas
estaban puestas en Islandia, primera víctima de la crisis financiera, pero
ahora este país nórdico tiene ante sí un panorama optimista, hasta el punto que
son los islandeses los que observan con preocupación la crisis española.
Vayamos a las cifras: el paro en
Islandia es ahora sólo del 7%, la inflación se ha estancado, las exportaciones
superan a las importaciones y para este 2012 se prevé un crecimiento del 2,5%.
No está nada mal para un país que hace tres años estaba en bancarrota, cuyos
bancos dejaron deudas que multiplicaban por diez el Producto Interior Bruto y
que tuvo que recurrir a la ayuda del Fondo Monetario Internacional. Un puñado de
jóvenes banqueros, demasiado ambiciosos y demasiado corruptos, se habían
lanzado a conquistar el mundo con arriesgadas operaciones financieras y
comprando cuanto se ponía a tiro, lo que les había valido el apodo de los Buykings, neologismo que nace de las
palabras “viking” y “buy” (comprar). Entonces, cuando aún no
habían aflorado sus prácticas de capitalismo de casino, despertaban la
admiración de medio mundo y contaban con la colaboración de algunos políticos
que viajaban en los jets privados o en los yates de las nuevas estrellas y
asistían encantados a sus glamurosas fiestas.
Pero en octubre de 2008 este mundo
de apariencias se hundió estrepitosamente. Llegó la kreppa (la catástrofe) y los 320.000 ciudadanos islandeses
descubrieron que, tras unos años de euforia en los que Islandia se consideraba
un país modelo, de repente les costaba pagar la hipoteca y sacar adelante la
economía familiar.
Nada fue lo mismo a partir de
octubre de 2008, pero el pueblo islandés, lejos de resignarse, salió a la calle
para exigir responsabilidades. Una multitud decidida acudía a manifestarse cada sábado ante la sede del
Parlamento, y no paró hasta conseguir que se convocaran unas elecciones en las
que ganó la oposición socialdemócrata. Fue aquella una revolución silenciada,
pero eficaz. Los indignados islandeses consiguieron además que un grupo de
ciudadanos redactara una nueva Constitución, que se detuviera a algunos
banqueros corruptos y que se llevara a juicio al primer ministro de 2008, Geir
Haarde.
“Islandia es un modelo a pequeña
escala para el mundo en cuanto a temas de conflicto, intereses, independencia y
dependencia”, me decía en el verano de 2008 el escritor Andri Snaer Magnason,
autor de Dreamland, un libro que
denunció ya en 2007 la venta de la espectacular naturaleza de Islandia a
multinacionales del sector del aluminio. Por lo visto tenía razón. Lo confirman
las noticias que nos llegan desde allí y documentales premiados como Inside Job, de Charles Ferguson.
Islandia fue el primer país víctima
de la crisis, y ahora vuelve a ser un ejemplo para poder salir de ella. En sólo
tres años y medio deja atrás la recesión y vuelve a generar riqueza, con una
mujer al frente del Gobierno, Jóhanna Sigurdardóttir, cinco ministras (frente a
cuatro ministros) y muchas mujeres en los puestos clave del poder. En el sector
bancario, por ejemplo, son las mujeres las que han tomado el relevo de los
banqueros corruptos y han devuelto la confianza al país.
“Las mujeres siempre han sido
importantes en la historia de Islandia”, apunta Vigdis Finnbogadóttir,
presidenta entre 1980 y 1996 y aún actualmente el personaje más admirado del
país. “En un país pesquero las mujeres tienen que ocuparse de tener en orden la
casa mientras los hombres se hacen a la mar. Aquí siempre ha sido así. Pienso
que nunca hubiera sucedido lo que sucedió si hubiera habido más mujeres en el
poder”.
En este contexto, una de las
estrellas del actual Gobierno es la joven ministra de Cultura, Katrin
Jakobsdóttir. Tiene 36 años y 3 hijos, pero llama la atención por su aspecto
adolescente. Ella es la responsable del nuevo equipamiento cultural, el
auditorio Harpa, llamado a revitalizar la vida cultural islandesa, muy activa
ya de por sí, con Björk y Sigur Rós como estandartes, y a atraer al turismo de
convenciones a Reykiavik.
“No pienso que el Harpa fuera
necesario ahora”, comenta el arquitecto Gudmundur Einarsson, “pero decidieron
seguir adelante para no perjudicar aún más al sector de la construcción, que
pasa por muy mal momento desde que estalló la burbuja inmobiliaria. De todos
modos, admito que es bueno para la música islandesa”.
Cuando Katrin Jakobsdóttir fue
nombrada ministra de Cultura hace tres años, una de sus primeras decisiones fue
seguir adelante con aquel proyecto faraónico del que sólo había los cimientos.
La inauguración del Harpa, en mayo de 2011, le dio la razón, ya que 800.000
personas han pasado por el auditorio en un año y la elegante silueta del
edificio, situado en el puerto, ya es un nuevo símbolo de la capital islandesa.
La cultura, por otra parte, siempre
ha sido un valor al alza en Islandia, un país con numerosos músicos, artistas y
escritores en el que hace sólo unos días se inauguró, en el prestigioso museo
Kjarvalsstadir, una exposición sobre el recientemente fallecido Antoni Tàpies.
Islandia ha sabido apostar una vez
más por la cultura, sin olvidar, sin embargo, los dos sectores básicos para su
economía: el turismo y la pesca del bacalao. Gracias a esta última, las exportaciones
superarán a las importaciones este año. Quizás por esto, dos tercios de los
islandeses, nada partidarios de compartir sus productivas aguas territoriales,
se muestren en contra de la entrada en la Unión Europea.
La pesca del bacalao es básica para
las exportaciones, pero Islandia también destaca en innovación. Ahora mismo,
mientras los islandeses siguen resignados las noticias sobre posibles nuevas
erupciones volcánicas (hay una cada cuatro años), dos científicos de Reykiavik
acaban de anunciar que han logrado un nuevo cemento hecho con cenizas del
famoso volcán Eyjafiallajökul, aquel que en la primavera de hace dos años
provocó el caos aéreo en Europa. El nuevo cemento es, además, más ecológico,
algo que en Islandia siempre es un valor a tener en cuenta.
Las previsiones turísticas,
mientras, también van al alza, como confirma la ministra de Turismo, Katrin
Juliusdóttir, que lucha “por evitar que se concentre en los meses de verano,
cuando el sol de medianoche reina en la isla”. Otra buena noticia para Islandia
es precisamente que este año ha aumentado el número de visitantes que han
viajado a la isla para contemplar las espectaculares auroras boreales,
calificadas por el escritor Einar Már Gundmundsson como “el yoga de los países
nórdicos”.
Sobre la mesa de la ministra de
Turismo, mientras, descansa desde hace unos meses un proyecto envenenado: una propuesta de un
empresario chino para construir un eco resort de 300 kilómetros cuadrados en el
norte de la isla. El presupuesto del proyecto, 7 millones de euros, resulta muy
atractivo para el Gobierno, pero el respeto por la naturaleza que sienten los
islandeses impide de momento una aprobación que podría ser el espaldarazo
definitivo para salir de la crisis con nota.
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