En el mausoleo
de Tamerlán en Samarkanda –bellísimo, impactante- me impresiona la lápida negra
bajo la cual reposan los restos del gran conquistador. De hecho, hay cinco
tumbas bajo la cúpula; la más fotografiada es la de Tamerlán, pero la que más
me intriga es una en la que nadie sabe quién reposa. En la cabecera alguien
clavó un palo con una cola de caballo colgada de lo más alto, lo que lleva a
pensar que se trataba de un nómada desconocido que se coló en el mausoleo del
conquistador.
A
la salida del mausoleo, me fijo en la placa de una calle que lleva el nombre de
Ruy González de Clavijo, el español que visitó Samarkanda durante un largo
viaje que duró entre mayo de 1403 y marzo de 1406. “La ciudad de Samarkanda”,
escribió en Embajada a Tamerlán,
“está asentada en un llano y es cercada de un muro de tierra, y de cavas muy
hondas, y es poco más grande que la ciudad de Sevilla”. La califica de “ciudad
de maravillas” y habla con embeleso de sus fiestas, de los elefantes que tenían
como arma de combate y de la afición de sus ciudadanos por el buen comer y
beber.
Visito después el observatorio de Ulughbek (1394-1449), nieto de Tamerlán
que destacó por su amor a las artes y a la astronomía. Llegó a catalogar 1080
estrellas y debió de ser toda una rareza cultural en aquel mundo de guerreros. El
recordado y venerado, sin embargo, es Tamerlán, el conquistador cruel.
En la hermosa necrópolis de Shakhi Zinda me sorprendre el mausoleo de un primo de
Mahoma. “Vino aquí en el siglo VII a predicar el islam, pero lo decapitaron”,
cuenta un guía en tono monótono. “La cabeza siguió hablando desde el suelo.
Cuando terminó el sermón, se la puso bajo el brazo y se dirigió andando a esta
tumba”. La arqueología
indica que el mausoleo se construyó en el XII, cinco siglos después. Hay, pues,
una contradicción con la leyenda, pero ya se sabe que la lógica no es el punto
fuerte de leyendas y milagros.
Por la tarde, en el bazar, me quedo
asombrado ante la gran variedad de melones, el rojo intenso de las granadas y
las bolas de yogurt y de queso de claro origen nómada. Samarkanda no parece
haber cambiado desde la Embajada a Tamerlán. La confirmación
llega por la noche, cuando en una discoteca del centro me muestran, junto a la
pista de baile, las ruinas de una antigua torre de guardia. El recuerdo de Tamerlán
y una modernidad remojada en vodka vuelven a darse la mano.
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