Las islas
griegas no se acaban nunca. Hay más de dos mil, de las que unas ciento setenta
están habitadas. Esto significa que siempre quedan islas pendientes. Este
verano he estado en Amorgós, una pequeña isla de las Cícladas, preciosa,
tranquila. El pueblo de Chora, medio escondido en el corazón de la isla,
escoltado por molinos caídos en desuso, es una maravilla, como también lo es el
monasterio de Panagia Hozoviotissa, pegado a un acantilado, unos trescientos
metros por encima del mar.
En Amorgós la
vida es apacible, sin grandes hoteles, con un par de playas y tabernas donde se
come buen pescado y se bebe buen vino. Las casas blancas de Chora resplandecen
como un faro que te llamara a un lugar acogedor, siempre con una pequeña
iglesia, de un blanco nuclear, a unos pocos pasos.
Los restos de la antigua fortaleza, en el centro de Chora, parecen conjurar a las casas blancas a su alrededor, en una sinfonía perfecta.