miércoles, 30 de abril de 2014

El Púlpito de los fiordos noruegos

Preikestolen, El Púlpito, es una de esas maravillas de la naturaleza que merece la pena visitar por lo menos una vez en la vida. Es la naturaleza en gran formato: una gran roca situada a 604 metros de altura, casi sobrevolando un precioso fiordo noruego, que atrae a unos cien mil visitantes al año. Su espectacular imagen no admite discusión.
Llegar al Púlpito requiere esfuerzo. Son unas dos horas de excursión, por un sendero en cuesta con piedras inestables y a veces con barro. Es bueno que sea así. De otro modo, en el supuesto caso de que un teleférico acortara el viaje, los visitantes serían millones y probablemente no se apreciaría tanto la belleza del lugar. El esfuerzo que haces por llegar contribuye en buena medida a valorar el Púlpito.
El descenso se hace largo, pero regreso a Stavanger con la sensación de que acabo de pisar uno de los lugares más impresionantes de la Tierra.
 


martes, 22 de abril de 2014

El "mar amarillo" del Pla de Martís

Y, de repente, entre viaje y viaje a lugares lejanos, vuelven los paseos apacibles cerca de casa. Son por lo general caminatas sin destino fijo, y sin límite de tiempo, que me permiten descubrir que también aquí tenemos rincones maravillosos. Cerca de Banyoles, por ejemplo, ha estallado una primavera de lujo que ha convertido el Pla de Martís en un encantador mar amarillo.
Este año se llevan los cultivos de colza. Ignoro por qué, pero debe de ser porque hay de por medio alguna subvención europea. Otros años lo que se lleva son los girasoles, esas flores grandotas que se mueven al ritmo que dicta la luz del sol. Sea como sea, esta primavera el amarillo lo inunda todo, y hasta parece envolver algunas ermitas aisladas, como la de Centenys.
Y así, sin prisas, van pasando los días, mientras la agenda marca que mi próximo destino serán los fiordos de Noruega, tan distintos de estos mares amarillos, pero también tan bellos. La gran naturaleza nórdica me aguarda.

viernes, 11 de abril de 2014

Adiós desde el Nido del Tigre


No hay mejor modo de decir adiós a Bután que subiendo al santuario del Nido del Tigre, Taktshang Goemba. Desde la base, cerca de la ciudad de Paro, es una excursión relativamente corta (entre dos y tres horas), pero el camino es empinado y los más de 3.000 metros de altura aconsejan hacer un alto de vez en cuando. El lugar es impresionante. Visto desde el valle, colgado de las rocas, tiene la apariencia de un lugar soñado. 
El paisaje, cubierto de una fina capa de nieve, va ganando a medida que ascendemos. “Los santuarios budistas suelen estar en lugares de difícil acceso”, me cuenta alguien. “De este modo, llegar allí se convierte en un ritual iniciático. Cuanto más sufres, más te purificas”. Al final, cuando por fin llegas al santuario, las banderolas budistas lo envuelven de colores para darte la bienvenida.
El templo del Nido del Tigre data del siglo XVII y dicen que lo fundó un lama que llegó desde el Tibet cabalgando a lomos de un tigre volador. Un incendio lo destruyó en 1998, pero volvieron a construirlo y vuelve a ser el lugar de meditación que ha sido siempre, un santuario mágico al que siempre merece la pena volver. “Tienes que subir tres veces si quieres tener larga vida”, me dice una mujer cuando ya estoy de nuevo en el valle. Suspiro y pienso que quizás sí, quizás sí que algún día regresaré a este lugar mágico.

sábado, 5 de abril de 2014

Días tranquilos en Paro



Lo más famoso de la apacible ciudad de Paro es probablemente el aeropuerto, ya que por él entran y salen los miles de turistas que llegan cada año a este país del Himalaya obsesionados con la felicidad. Pero Paro es mucho más. Es, por ejemplo, su calle principal, con casas bajas de arquitectura tradicional, o es el majestuoso dzong (mitad monasterio, mitad centro de gobierno) que la preside. Data del siglo XV y el río que fluye enfrente y las montañas nevadas del fondo le otorgan un aire majestuoso.
Bernardo Bertolucci filmó en este dzong una parte de su película El pequeño Buda. No es extraño que eligiera este lugar, ya que apenas cruzas el umbral del monasterio te sientes transportado a tiempos medievales y sientes que te envuelve una sensación de paz. 
Llueve cuando visito el dzong, pero incluso bajo la lluvia siento la fuerza que desprende el monasterio. Para redondear la felicidad, un monje me vende un amuleto que, según dice, me permitirá salvar ochenta mil obstáculos. Tropiezo en un escalón al salir del dzong, pero sonrío y pienso que no pasa nada: todavía puedo superar 79.999 obstáculos. Así es más fácil ser feliz.