viernes, 30 de marzo de 2012

Uzbekistán (6): Nostalgia de la antigua Bukhara


Escribe Colin Thubron en El corazón perdido de Asia que hasta 1870 los occidentales no osaron entrar en Bukhara, ciudad noble, sublime y peligrosa que tuvo su máximo esplendor en los míticos tiempos de la siempre atractiva Ruta de la Seda.
        Las cosas han cambiado, evidentemente, y hoy, Bukhara, junto con Samarcanda, es el principal destino turístico de Uzbekistán. Sigue habiendo bazares en la ciudad, pero los turistas prefieren visitar la fortaleza del Khan, protegida por gruesas murallas, y el Kalon, el minarete de 47 metros de alto que se alza majestuoso, sobriamente decorado, entre la gran mezquita y la madraza cubiertas de azulejos que centellean al atardecer.

            Emociona visitar estos lugares en los que todavía hoy parece que resuena el eco de los caballos de Tamerlán y Gengis Khan. Bukhara es sin duda una maravilla, una ciudad más grande que Khiva en la que el mundo de hoy y el del pasado se mezclan con armonía. Es lo que sucede, por ejemplo, en los bazares cubiertos que venden desde alfombras uzbekas hasta viejas y caducas condecoraciones de la URSS.

         La madraza Ulug Beg, construida en 1417 por el nieto científico de Tamerlán, y Maghoki Attar, la mezquita más antigua de Bukhara, con una puerta del siglo XII, son también impresionantes, como la mezquita Davir Dibenbegi Khanasa, con un estanque enfrente y tres moreras viejísimas, del 1477, en las que al atardecer pian los pájaros con frenesí digno de premio.
          “Alrededor del estanque había antes tenderetes de comida, pero los quitaron porque decían que lo afeaban”, me comenta con nostalgia un anciano. Fue otro error de los dirigentes uzbekos, que con tanto intervencionismo están suprimiendo la animada vida de esta preciosa ciudad para convertirla en un parque temático para turistas.

 
          Cerca de la mezquita, los callejones que envuelven a la antigua sinagoga hablan del misterio del viejo barrio judío, otra maravilla con origen en los siglos XII y XIII que todavía resiste.
         “En 1980 las cigüeñas construyeron su nido sobre un minarete de Bukhara”, me cuenta el anciano. “Desde entonces no han regresado”. El hombre menea la cabeza en señal de desaprovación mientras murmura que es un mal augurio para esta ciudad noble marcada cada vez más por las directrices del turismo de masas.

lunes, 26 de marzo de 2012

Uzbekistán (5): Oxus, el río que cruzó Alejandro Magno


De Khiva a Bukhara hay 480 kilómetros. Por autopista podrían hacerse en unas cinco horas, pero el problema es que la autopista no estará lista hasta el 2014. Mientras, el recorrido se hace por la vieja carretera, llena de baches y desvíos, con tramos destrozados por el paso de camiones y maquinaria pesada. Resultado: el trayecto se hace en once horas, yendo bien.
        A la salida de Khiva vemos campos de algodón, el oro blanco de Uzbekistán, y furgonetas de fabricación coreana que se utilizan para el transporte colectivo. Y gente aterida de frío que las espera. Estamos a tres bajo cero y la nieve cubre el paisaje.
        A partir del río Amu Daryá todo cambia. En primer lugar porque llegamos a un río histórico, el Oxus de los antiguos griegos, considerado durante siglos la frontera entre Persia y las tierras incógnitas de Asia Central. Lo cruzó Alejandro Magno en el 326 a. C. y sus caprichosos cambios de recorrido han provocado grandes inundaciones e incluso la desaparición de ciudades.
        Pasado el río, la carretera empeora y empieza el gran desierto. Ya no hay pueblos y, por si fuera poco, la nieve y el barro hacen que todo sea aún más complicado. Mis compañeros de viaje lanzan maldiciones en ruso y en ucraniano, pero no tenemos más remedio que avanzar a paso de tortuga por la vieja carretera, con paciencia y con el asfalto desaparecido en combate.


            El desierto que atravesamos es el Kyzyl Kum (Arena Roja). El otro gran desierto de Asia Central es el Kara Kum (Arena Negra). Emociona pensar que por aquí pasaban hace siglos las largas caravanas de la Ruta de la Seda, cargadas de sedas, tesoros y leyendas... Y emocionaría aún más si no fuera por los demasiados baches de la vieja castigada carretera.
            De vez en cuando un control militar nos detiene, pero cuando ven que somos extranjeros nos invitan a seguir. En las gasolineras hay largas colas. Uzbekistán tiene mucho gas y petróleo pero, según me dicen, los dirigentes obtienen más beneficio vendiéndolo a China.
Paramos a comer en una especie de barracón militar, agrupados en torno a una estufa. La nieve, en el exterior, está salpicada de botellas de cerveza y de vodka. Vacías, por supuesto. Cuando regresamos a la carretera, un pinchazo nos regala la oportunidad de sentir la soledad, el silencio y el frío del desierto.


        Cuando falta una hora para llegar a Bukhara, reaparecen los campos cultivados y los árboles. Termina el desierto, se acerca la tierra prometida, pero aún queda un último obstáculo. Policías ariscos cortan la entrada principal a la ciudad sin ofrecer alternativas. “Lo hacen cuando hay políticos importantes”, comenta Mashenka, resignada. “Nunca dan explicaciones”.
            El minibús se desvía por callejones sin asfaltar y extensos barrios de casas bajas para poder llegar al Grand Hotel Bukhara, un hotel de nombre excesivo situado en una desangelada plaza de estilo soviético. Es de noche, estoy muy cansado y el frío arrecia, pero sonrío cuando veo desde mi ventana, en el horizonte, las cúpulas de la ciudad santa de Bukhara.

sábado, 24 de marzo de 2012

Vacaciones solidarias en Grecia



Hago un paréntesis en los apuntes del viaje por Uzbekistán para reproducir el artículo que hoy publico en El Periódico, titulado"Vacaciones solidarias en Grecia".

"Observo que mucha gente se toma la crisis como una fatalidad, como un capricho que nos envían los dioses para ponernos a prueba. Pues no, no estoy de acuerdo. La crisis es producto de las maniobras de algunos financieros, banqueros y políticos sin escrúpulos que practican un capitalismo de casino que podría resumirse en “de país a país y gano porque me toca”. Ahora, por lo que parece, están jugando en el tablero del Mediterráneo. Han dejado a Grecia hecha unos zorros, mientras Portugal, España e Italia le van a la zaga, con Merkel imponiendo su visión economicista de la vida.
            Pienso que lo peor que podemos hacer ante la crisis es confiar las medidas para salir de ella a financieros, economistas, banqueros y políticos, cuando está claro que no la vieron venir y que lo único que hacen es intentar salvaguardar sus intereses.
            ¿Qué podemos hacer ante la crisis? Pues queda por lo menos un margen, por escaso que sea, fuera de las medidas y recortes del Gobierno. Ahí va un ejemplo: un amigo griego me hace partícipe de una campaña nacida entre los sufridos ciudadanos de su país. “Grecia está herida de muerte”, apunta de entrada. Y sigue un dramático “¡Socorro!”. A continuación, tras una sucesión de fotos de lugares paradisíacos que incluyen playas, islas, ruinas clásicas, castillos, fiestas, danzas y mesas llenas de apetitosos manjares, acaba diciendo: “Hoy, ayer, este año, el año próximo… ¡Vamos de vacaciones a Grecia!”.


            Es una campaña que merece una buena respuesta, y más teniendo en cuenta que hay en Grecia unas seis mil islas, de las que sólo 227 están habitadas (la foto es de Ítaca). Una tentación al alcance. Y, por si no bastara con las islas, la Grecia continental nos seduce también con lugares mágicos como Atenas, Salónica, Epidauro, Micenas, Mistras, Delfos, Meteora, Athos, Olimpia…
            Las raíces de Europa están allí. No podemos dejarlos solos".

viernes, 23 de marzo de 2012

Uzbekistán (4): Una boda en Khiva

Escribe Colin Thubron en El corazón perdido de Asia que Khiva “había sido restaurada implacablemente bajo el régimen soviético y la habían despojado de vida”. Y añade: “Sentí que en el interior de sus murallas nunca había pasado, ni nunca pasaría nada”.
       Thubron estuvo en Khiva en los primeros noventa, cuando Uzbekistán acababa de independizarse, y seguro que su descripción era entonces exacta. Sin embargo, yo me encontré con una ciudad muy distinta, en la que supongo que el paso de los años había contribuido a disimular costuras y remiendos. Khiva bajo la nieve, sin apenas turistas, me pareció una ciudad fabulosa encerrada en un cinturón de murallas, con un mapa de la Ruta de la Seda a la entrada que la enlazaba con Marco Polo y con el mito del viaje.


            En Khiva me gustó el grueso minarete forrado de azulejos, el Palacio de los Khans, la antigua mezquita con sus 213 columnas de madera, la plaza de las dos madrazas y los distintos rincones que fui descubriendo en mis paseos por la ciudad solitaria. Pero me gustó especialmente el estallido de fervor popular en la boda que nos salió al encuentro. La música, las danzas, los abrazos, la alegría y las risas eran el mejor testimonio de que la vida había vuelto a Khiva. 


Huyendo del frío nos refugiamos en un restaurante, equipado con una gran estufa, donde comimos sopa caliente, pan de horno de leña y unos riquísimos mantis, especie de empanadas chinas con relleno de calabaza o de carne con cebolla. De postre, un melón de ésos que elogiara Ruy González de Clavijo en su Embajada a Tamerlán, libro en el que narra su viaje a Samarcanda en el siglo XV. “Aquí tenemos más de cuarenta especies de melones”, me dijo con orgullo la camarera, “y en invierno los colgamos del techo para que se mantengan varios meses”.
Después del te, llegó el vodka. Habiendo rusos y ucranianos de por medio, no podía ser de otro modo. Y con el vodka, los brindis: por Khiva, por Uzbekistán, por la hospitalidad, por la amistad, por el frío... En resumen, el brindis como excusa para seguir bebiendo. Cuando ya llevábamos unos cuantos chupitos, el ruso Iuri se soltó la lengua y en un inglés precario me contó que años atrás había estado en el lugar más frío del mundo, en Oimekon (Siberia). “Allí se han llegado a alcanzar los 78 grados bajo cero”, me dijo, “pero cuando yo estuve sólo llegamos a 45”.
       Tras el vodka y la referencia siberiana, los 5 grados bajo cero que encontramos a la salida del restaurante me parecieron una temperatura agradable. Y es que, en cuestiones de frío, ¿quién puede competir con Siberia?

martes, 20 de marzo de 2012

Uzbekistan (3): Vuelo a Urgench


Hoy toca volar a Urgench. Me levantó a las 4.30 y me dirijo como un zombie al aeropuerto, donde no me esperan buenas noticias: cuando voy a facturar, un funcionario arisco me informa de que mi nombre no está en la lista de pasajeros. Le digo que he hecho la reserva desde Barcelona y que por favor lo consulte de nuevo, pero no hay nada que hacer. Recurro a su superior y también me ningunea.
         Por suerte, desde hoy no viajo solo. La agencia uzbeka que me invita a conocer el país ha montado un curioso grupo multinacional con tres rusos, tres ucranianas, dos holandeses y un inglés. Gracias a Tatiana, una de las rusas, logro entender que la única solución que me queda es comprar un nuevo billete.
        En las oficinas de Uzbekistán Airways veo en la ventanilla una pegatina de Visa. “Vamos bien”, pienso. “Podré pagar con tarjeta”. La funcionaria emite el billete a Urgench y cuando le paso la Visa, me la devuelve con cara de asco. Señalo la pegatina, desconcertado. “No valdrá hasta dentro de unos meses”, contesta ella, impertérrita. Resignado, saco un puñado de soms, pero tampoco acepta moneda nacional. Recurro entonces a los euros y la mujer me aclara: “Only dollars”. Me parece ver una sonrisa maligna mientras me lo dice, como si su función consistiera en poner trabas a los incautos extranjeros.
        No llevo dólares, pero, por suerte, el inglés del grupo, Nick, me adelanta el dinero justo a tiempo para que pueda volar a Urgench. “Mira que viajar con euros”, me riñe con una sonrisa. “No sabes que desde la crisis griega nadie los quiere”.
        En fin, que no ha sido un buen inicio de viaje, pero por lo menos he encontrado nuevos amigos que me han ayudado a solucionar el problema, aunque a la llegada a Urgench nos espera un paisaje nevado y una temperatura bajo cero. Brrrr! 


          Recogemos el equipaje en una terminal soviética, salimos al exterior y, segunda sorpresa del día: no está el minibús que debía recogernos. Tatiana llama al número de contacto, sin respuesta. Prueba el de emergencia, tampoco contestan.
         Se marchan todos los pasajeros del vuelo excepto nosotros, que nos quedamos resistiendo en medio del frío… hasta que al cabo de media hora aparece un minibús rebozado en barro. Lo recibimos alborozados mientras la guía, Mashenka, se excusa por el retraso (“La carretera está fatal por la nevada”) y anuncia que ahora mismo salimos en dirección a la ciudad histórica de Khiva, nuestro destino.
        Por el camino descubro, al principio con horror, que la lengua del grupo es el ruso. Teniendo en cuenta que no lo hablo, pienso que es un serio contratiempo, pero cuando una amable ucraniana me pasa una botella de vodka descubro que no es tan difícil como parece. “Dobro pazhalavat!”, me dice Iuri (o sea, “Bienvenido”).

viernes, 16 de marzo de 2012

Uzbekistán (2): Triste Tashkent


Paseando por Tashkent se me ocurre una frase para una novela: “Era una chica tan triste como una ciudad soviética”. ¿Por qué será? Calles sin vida, gente alicaída, tiendas vacías, bloques de apartamentos con enormes números pintados en la fachada, un metro lúgubre… En 1966 un terremoto destruyó Tashkent. Se apresuraron a reconstruir la ciudad, pero se olvidaron de ponerle unas dosis de encanto. Sólo en la Ciudad Vieja las mezquitas, mausoleos y madrazas parecen reivindicar un poco de alma.
            En 1991, hace sólo veintiún años, Uzbekistán dejó de ser república soviética para convertirse en país independiente. Desde entonces la plaza Karl Marx se llama plaza Tamerlán, en honor del gran conquistador de Asia Central. La estatua de Marx que presidía la plaza ha sido sustituida por la de Tamerlán y el antiguo Parque Lenin se llama ahora Parque Libertad. La estatua de Lenin, por cierto, ha sido cambiada por una gran bola del mundo con el mapa de Uzbekistán destacado. Un lifting nacionalista.


            Paseo por Sayilgoh Kochasi, la calle peatonal conocida aquí como Broadway. Es de noche, está poco animada y no hay nada que recuerde al Broadway original. “Antes había paradas que vendían kebabs, pero un día pasó el presidente, vio demasiado humo y ordenó que las quitaran”, me explica un amigo uzbeko. Así funcionan las cosas en este país regido por Islam Karimov, presidente vitalicio que ya gobernaba en tiempos soviéticos.
-         Ahora ya no es comunista –lo defiende mi amigo-. El Uzbekistán de hoy no tiene nada que ver con el comunismo.
-         Però si tenéis un monte llamado Pico Comunismo –le pincho.
-         Está en Kirguistán –sonríe. Uno a cero.
-         ¿Y el Pico Lenin?
-         En Tajikistán…  -nueva sonrisa. Dos a cero-. Nuestro presidente renunció al comunismo y todo el mundo es ahora feliz. Si fue comunista en tiempos soviéticos fue porque era la única manera de ayudar al país. Él es un gran líder.
Amén.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Uzbekistán (1): Llegada a Tashkent


Teniendo en cuenta que estaré unos días en stand by, recupero para el blog las notas de un viaje a Uzbekistán del pasado noviembre. Un viaje extraño, con rusos, ucranianos y vodka de por medio. Además de uzbekos, claro. Para empezar, aunque el visado es obligatorio, viajé allí sin él. Después de cruzarme unos cuantos e-mails contradictorios con una agencia uzbeka, al final me dijeron que se había agotado el tiempo para la burocracia, que subiera al avión y mirarían de arreglarlo a mi llegada a Tashkent. Sistema uzbeko.
      En el embarque, en el aeropuerto de Barcelona, primera sorpresa. Una azafata me pregunta con desgana adónde voy. Cuando le digo que a Uzbekistán, se le ilumina el rostro. “Es mi sueño”, suspira. “Llevo años planeando ir a Bukhara y Samarkanda, pero aún no he podido. La Ruta de la Seda, menudo viaje”.
            Me quedo dudando de si es una azafata auténtica o una promotora uzbeka disfrazada. En cualquier caso, subo al avión que aterriza en Madrid a medianoche. Una vez allí, incómoda espera hasta que a las 4.30 volamos con Uzbekistan Airways hacia Tashkent. El avión va vacío, huele a petróleo y el único monitor de televisión tiene el color tan distorsionado que no consigo adivinar si pasan una peli porno o dibujos animados.


            A las 6 de la tarde (hora local) aterrizamos en Tashkent. Diez grados, neblina y un panorama tristón. Cuando ya estoy mentalizado para la deportación porque no tengo visado, anuncian mi nombre por los altavoces. Bajo antes que nadie y al pie de la escalera me espera un muchacho de la Oficina de Turismo. Sólo habla ruso, pero me invita con gestos a subir a una limusina con calefacción y asientos de cuero. Empezamos bien. Miro con aire displicente a los que hasta ahora han sido mis compañeros de viaje, que me observan preguntándose si soy un político, un músico, un mafioso o simplemente un espía. En mi interior sospecho que las autoridades me han confundido con Joan Laporta, que tenía negocios por aquí, pero no: faltan la alfombra roja y un maletín lleno de billetes. 
            La cuestión del visado se soluciona en unos minutos y un taxi me lleva al hotel. Calles vacías, largas avenidas mal iluminadas, bloques de apartamentos a la soviética, paradas de autobús con marquesinas enormes y un taxista que sólo chapurrea unas palabras en inglés “Exchange hotel, minimum. Bazar, maximum”. Mensaje captado: hay que cambiar en el mercado negro. Cuando se da cuenta de que he comprendido, el hombre alza un pulgar al aire y añade con una sonrisa impostada: Welcome to Uzbekistan!

sábado, 10 de marzo de 2012

El ejemplo de Islandia



Es inevitable: cuando has estado varias veces en un país, lo llevas en el corazón y sigues en la prensa todas las noticias relacionadas con él. Es lo que me pasa con Islandia,  una isla remota en la que tengo amigos y a la que le he dedicado ya dos libros: La isla secreta e Islandia, revolución bajo el volcán.
A la vuelta de Nueva Zelanda veo que están pasando cosas en Islandia, un país en el que la gente ha sabido reaccionar ante la impunidad de banqueros y políticos en lo que respecta a la crisis económica. En todo el mundo han actuado como si la crisis fuera cosa del destino y ellos no tuvieran ninguna culpa. Y no, no es eso. En Islandia los ciudadanos se lo han dicho a la cara y han conseguido llevar a algunos a juicio. Es por ello que hoy publico en El Periódico el siguiente artículo, titulado "El ejemplo que nos llega de Islandia":

 "Cuando en otoño de 2008 la crisis hundió a Islandia en la bancarrota, el país pareció quedar sumido en una ruina financiera y moral. No tardaron en aflorar, sin embargo,  los primeros síntomas para la esperanza. Los banqueros eran unos corruptos y los políticos habían sido sus aliados, pero la buena noticia era que el pueblo no pensaba quedarse cruzado de brazos. De una manera espontánea, cientos de islandeses empezaron a manifestarse los sábados en la plaza del Parlamento de Reykiavik para exigir responsabilidades.
            Parecía, en principio, que aquello era sólo un acto testimonial, pero Islandia es un país pequeño, de sólo 320.000 habitantes, en el que toda voz que se alza se deja oír. Tras catorce semanas de manifestaciones, los manifestantes consiguieron que dimitiera el Gobierno y que se convocaran nuevas elecciones.


            Islandia ha sido desde el principio de la crisis un ejemplo a seguir para el resto del mundo, un pequeño laboratorio a escala. No sólo porque su revolución silenciada consiguió forzar un cambio de Gobierno, sino también porque ciudadanos de base han redactado la nueva Constitución, algunos banqueros ya están en la cárcel y han sentado a políticos destacados en el banquillo de los acusados.
            Los islandeses no se han resignado al borrón y cuenta nueva, y esta misma semana se ha iniciado en Reykiavik el juicio a Geir Haarde, el que era primer ministro cuando estalló la crisis. Veremos cómo acabará, pero de momento ahí tenemos una nueva lección que nos llega de la remota Islandia.
            Mientras todo esto sucede, Islandia ya divisa la salida de la crisis. La previsión de crecimiento para el 2012 se sitúa alrededor del 2,5%, el paro está en el 7% y la inflación se ha estancado. Otro ejemplo a seguir, mientras que en España todavía no hay manera de ver la salida del largo túnel de una crisis que amenaza con eternizarse".

viernes, 2 de marzo de 2012

Final en Christchurch



Mi viaje a Nueva Zelanda termina en Christchurch, la ciudad afectada por un fuerte terremoto en febrero de 2011. Esperaba ver algunas casas destruidas por el seísmo, pero no todo el centro histórico. Los numerosos carteles de “Danger” y “Road close” advierten que lo que era el corazón de la ciudad sigue siendo un lugar peligroso un año después, mientras prosiguen los lentos trabajos de reconstrucción.


La catedral de Christchurch, muy tocada por el seísmo, sigue en pie como símbolo de una tragedia en la que murieron 185 personas, y en la que otras muchas perdieron casas y negocios. En Cashel Street se ha abierto, para mantener viva la esperanza, una especie de centro alternativo, con comercios instalados en contenedores pintados de colores. Es una solución provisional, con toques de diseño, que busca fomentar el optimismo, pero ya no circulan los tranvías y por todas partes hay flores en homenaje a las víctimas.



Me comenta un amigo kiwi que muchos ciudadanos de Christchurch han optado por emigrar a Australia o a América. El terremoto les dejó sin futuro. Otros siguen pagando hipotecas de casas que ya no existen. Pero, a pesar de todo, no pierden la esperanza. Toda una lección en mi último día en Nueva Zelanda. Acostumbrados a convivir con una naturaleza prodigiosa que a veces puede mostrarse hostil, los kiwis no se rinden fácilmente.