De camino a
Yunnan, una provincia china que hace tiempo que tenía en mente, paro en
Bangkok. Es sólo una noche y medio día, suficiente para certificar una vez más
que la capital tailandesa siempre consigue sorprender. En esta ocasión me
instalo en el Anantara Sathorn, un hotel bien situado y bien equipado, en pleno
centro, con espectaculares vistas sobre los rascacielos.
Desde el
restaurante Zoom, situado en la planta 38, puedo comprobar hasta que punto
Bangkok es una ciudad vibrante en la que cada segundo pasan un millón de cosas,
con muchos lugares especiales para cenar o tomar unas copas.
De paseo por el
centro, junto a los grandes almacenes MBK, me encuentro con una feria callejera
de tatuadotes. Allí está la versión thai de los Ángeles del Infierno, unos
tatuadores que se hacen llamar Fucking Friends y mucha gente que viste de negro
y sonríe. Es otro Bangkok, otro de los muchos Bangkoks que se superponen en
esta ciudad que nunca duerme.