Los viajes son paréntesis: estás metido a fondo en la circunstancia de un país, en este caso Panamá, y llega un momento en que te das cuenta de que al día siguiente esto se acaba. Irás al aeropuerto, soportarás la lenta y pesada burocracia de los vuelos, subirás a un avión y muchas horas después volverás a estar en casa... hasta el próximo viaje. Pero, bueno, tampoco es hora de quejarse. Panamá es un buen destino, un país pequeño lleno de contrastes, y para despedirse de él nada mejor que un paseo en lancha por el Canal.
El Canal mide, de punta a punta, unos 80 kilómetros, con varias esclusas que ayudan a salvar los desniveles. El lago Gatún, por ejemplo, que es la extensión de agua más grande en Panamá (artificial, por supuesto), se encuentra 26 metros sobre el nivel del mar. Navegar por él es curioso: ya que tienes la sensación de que estás en medio de la selva, con monos aulladores incluidos, muy lejos del mar, y te aparece de repente un barco chino cargado de contenedores hasta los topes. Ha pagado una burrada (hasta 400.000 euros) por tomar el atajo hacia el Caribe, y seguro que le sale a cuenta.
El Canal demanda todo el protagonismo en Panamá. Y con razón. Diez millones de dólares diarios son un buen motivo. Aunque sólo sea por eso, una buena manera de despedirse de él es subir hasta lo alto del Cerró Ancón, donde ondea desde 1999 una gran bandera panameña. Antes, cuando el Canal era norteamericano, ondeaba la de Estados Unidos, y en el cerro son muchas las pintadas que recuerdan que en 1964 varios estudiantes fueron asesinados cuando intentaban colocar la bandera de su país. Hoy, por suerte, todo ha cambiado... y el cerro es también un buen sitio para ver hasta qué punto ha crecido Panamá City, la nueva Singapur de América.
Adiós, Panamá. Hasta pronto. Me gustaría regresar algún día para pasar más tiempo en las islas Kuna Yala, en estas maravillosas islas del Caribe que parecen haber sido diseñadas para convertirlas en el mejor escenario de la felicidad.