lunes, 30 de marzo de 2015

Base Esperanza: Nacer en la Antártida



El Fram se detiene frente a Base Esperanza, casi en la punta de la Península Antártica. El mar aparece aquí cubierto de hielo, con enormes icebergs y pingüinos que descansan en las placas de hielo. Luce el sol y el paisaje es bellísimo, extremo, helado, antártico. La Base Esperanza, fundada por Argentina en 1953, llama la atención por los muchos edificios que hay en ella (43) y por el color rojo con que han pintado las casas. Se trata de destacar en medio de la gran desolación blanca.
Aquí nació, en 1978, Emilio Marcos Palma, el primer humano nacido en la Antártida. La madre, embarazada de siete meses, viajó hasta aquí en avión por orden de las autoridades argentinas. Se consideraba que tener el primer hijo nacido en la Antártida llenaba de razones a Argentina para reivindicar la soberanía de este continente alejado de todo. No parece que sirviera de mucho, pero por lo menos Emilio Marcos Palma figura en el libro de los récords. 
Unas horas después, en Brown Bluff, desembarcamos para caminar entre una gran colonia de pigüinos Adelia. Nos miran con ojos asombrados, pero no abandonan ni por un momento su incesante caminar. Las madres cuidan de los polluelos en sus nidos de piedrecitas, mientras los machos van en busca de alimento o se entretienen robando piedrecitas del nido del vecino. Al fondo, la gran masa de hielo del glaciar recuerda que estamos en un lugar alejado de todo, en el fin del mundo.

jueves, 26 de marzo de 2015

Tras los pasos de Shackleton en Elephant's Island



Cuando el Fram se acerca, entre los icebergs y la costa helada, a Elephant’s Island crece la expectación entre los pasajeros que se aglomeran en cubierta a pesar del frío. No en vano esta isla acogió a los hombres de Shackleton en una de las expediciones más famosas de la Antártida. En enero de 1915, su barco, el Endurance, había quedado atrapado por el hielo en el mar de Weddell, y a partir de aquí los 28 expedicionarios protagonizaron una épica aventura que se prolongó durante casi dos años. Cuando el barco se hundió, por culpa de la presión del hielo, prosiguieron a pie y en barca, mal equipados y desafiando el hielo y el frío extremo, hasta llegar a Elephant’s Island, justo donde estamos ahora.
 Emociona pensar que fue justo en esta isla inhóspita donde los expedicionarios volvieron a pisar tierra firme después de 497 días de peregrinación.  La isla, montañosa y cubierta de hielo, no es un lugar agradable, pero en un pequeño saliente rocoso montaron los hombres del Shackleton un campamento, con las barcas invertidas a modo de cabaña, en el que resistieron cuatro meses, comiendo carne de foca y de pingüino. 
Shackleton, junto con otros cinco hombres, se embarcó en un pequeño bote, el 24 de abril de 1916, para ir a buscar ayuda a más de 500 kilómetros de allí, a las islas Georgias del Sur. Consiguió llegar, a pesar del mar hostil, y regresó con dos barcos que rescataron con vida a todos los expedicionarios. Aquel día se terminó de escribir una de las aventuras más emocionantes del continente blanco. Por esto me emociona hasta el límite estar aquí, me emociona estar en Elephant’s Island.

miércoles, 18 de marzo de 2015

El blanco deslumbrante de los icebergs

Y después del movido paso del Drake, después de las altas olas y los fuertes vientos, de repente vuelve la calma y aparecen los primeros icebergs, majestuosos en medio del mar. A menudo se asocia a los icebergs con desgracias, probablemente por el accidente del Titanic, pero aquí, en la Antártida, contagian una agradable sensación de paz y serenidad. Los pasajeros acuden a cubierta para fotografiarlos como si asistieran a un ritual religioso.
A medida que avanza la travesía aprendes a clasificar los distintos tipos de icebergs: los inmensos que semejan castillos, los catedralicios, los pequeños de formas redondeadas, modelados por el mar y el viento, los planos, los verticales, los inclinados, los blancos, los azulados, los turquesas… En los planos descansan los pingüinos, unos animales muy graciosos, patosos en tierra y ágiles en el agua. ¡Los pingüinos, qué gran espectáculo! 
Poco después se divisa la línea blanca de la costa, del continente helado. Luce el sol y deslumbra el blanco del hielo omnipresente. El paisaje empieza a adquirir una dimensión trágica, desolada, única. Desde este momento ya puedo decir que el viaje a la Antártida merece la pena: la dimensión del paisaje no desmerece lo soñado.

viernes, 13 de marzo de 2015

El temible pasaje de Drake



Los viejos marineros suelen evocar con la mirada perdida este mítico pasaje en el que confluyen los océanos Atlántico y Pacífico, una amplia franja de mar que separa la punta sur del continente americano de la Antártida. Son aguas revueltas, con fuertes vientos y grandes corrientes, que toman el nombre del pirata inglés Francis Drake, que pasó por aquí en 1578. En los mapas antiguos suele estar lleno de señales que apuntan los nombres de los numerosos barcos que aquí se hundieron. Esperanzas truncadas, vidas rotas.
La noche en el Drake, a bordo del Fram, es movida. Vientos de fuerza 8 y olas de hasta nueve metros de altura. Un vaivén constante, pasajeros mareados y el comedor vacío. Las puertas que dan a cubierta permanecen cerradas. No es prudente salir. Me tumbo en la litera, pero a medianoche una ola más fuerte que las otras me envía al suelo. Es como si me dijera: "¡Bienvenido al Drake!".
Son dos días hasta llegar a las aguas tranquilas de la Antártida, dos días inciertos que ejercen de ineludible ritual de paso. Cuando doblaban el cabo de Hornos, los viejos marineros se ponían un aro en la oreja para distinguirse; los turistas nos conformamos con sacar fotos. Cuando alcanzamos a ver los primeros icebergs sabemos que lo peor ha terminado. A partir de ahora, empiezan las maravillas del continente más extremo: la Antártida.

sábado, 7 de marzo de 2015

El faro del fin del mundo



Hay un pequeño faro pintado de blanco y rojo que ejerce desde hace años de estrella del canal del Beagle. Los barcos turísticos se acercan hasta él desde Ushuaia y contornean la pequeña isla rocosa en la que se levanta mientras los turistas lo ametrallan con sus cámaras. Es un faro famoso y fotogénico que hay quien vincula al faro del fin del mundo de la novela de Jules Verne. Por el camino pueden verse cormoranes, focas y miles de aves que revolotean con rumbo indefinido.
De hecho, el faro del fin del mundo debería de ser el del cabo de Hornos, ante el cual se juntan los océanos Pacífico y Atlántico en una clamorosa desarmonía que origina altas olas y un mar revuelto. Pero este faro queda demasiado lejos. Así, pues, los turistas le hacen la foto al faro de la isla des Éclaireurs y vuelven a casa pregonando que es nada menos que el faro del fin del mundo. 
Navegamos de noche por el canal del Beagle, entre altas montañas. Las aguas todavía están tranquilas y las nubes y el sol dan lugar a espectaculares juegos de luz. En la orilla sur se ve Puerto Williams, la población chilena que le disputa a Ushuaia el honor de ser “ciudad del fin del mundo”. Poco después el canal se abre a las aguas del Drake, un paso marítimo abierto y mítico, marcado por numerosos naufragios.Destino: la Antártida.

miércoles, 4 de marzo de 2015

Ushuaia, la ciudad del fin del mundo



Empiezo el blog del viaje al Antártida con retraso por culpa de la promoción de mi libro “La memoria del Ararat”, que me ha tenido abducido desde que regresé. Pero, bueno, empiezo al fin y lo hago en Ushuaia, la llamada ciudad del fin del mundo, en la Tierra del Fuego argentina. Había estado en ella hace más de diez años, pero vuelve a sorprenderme la belleza del escenario natural: los picos y glaciares que le cubren las espaldas y el canal del Beagle enfrente. Los turistas chinos, que cada día abundan más, se hacen fotos los unos a los otros con Ushuaia como fondo de pantalla.
Cuando sale el sol destacan en Ushuaia las casas pintadas de colores vivos, el Penal del Fin del Mundo, con el Petiso Orejudo en plan estrella, y el Museo del Fin del Mundo, donde te ponen un sello en el pasaporte y te hablan de mares peligrosos y naufragios. En el puerto llaman la atención las pintadas oficiales que insisten en que las Malvinas son argentinas y recuerdan que “los buques piratas ingleses” no son bienvenidos. La sombra de las Malvinas es alargada en el tiempo…
Cuando paseas por Ushuaia, arriba y abajo por la calle San Martín, te fijas en las agencias que venden billetes para la Antártida, un “fin del mundo” todavía más lejano, los restaurantes especializados en centolla y los bares donde se concentran los viajeros. De día, el bar de moda es el Ideal, donde se come a buen precio; de noche, el Pub Dublín. Allí puedes distinguir, por el brillo en la mirada, a los viajeros que han regresado de la Antártida. Aunque, bien mirado, puede que el brillo se deba al exceso de alcohol. La Antártida, en cualquier caso, está ya muy cerca. Mañana, por fin, me embarco.