Hay ciudades
bellas, ciudades feas y ciudades como Ulan Bator. A la capital de Mongolia
podrían definirla las largas avenidas, los atascos y las omnipresentes estatuas
de Gengis Kan, pero yo la veo más bien como una ciudad contaminada en la que
los rascacielos del centro contrastan con los numerosos gers, las tiendas nómadas que se agolpan en las afueras como si la
población de la estepa asediara Ulan Bator para poner en duda la viabilidad de
una ciudad en un país que era nómada por definición.
Y, sin embargo,
Ulan Bator existe. Con sus numerosos habitantes que salen a la calle a todas
horas, sus incontables karaokes, las gigantescas chimeneas de las térmicas que
no cesan de escupir contaminación, el Parlamento que ejerce de epicentro frente a la gran
plaza y los templos budistas ocultos en el marasmo urbano.
Ulan Bator es,
muy probablemente, un error en el corazón de Mongolia, una ciudad en busca de una
identidad que se le resiste, a medio caballo entre la austeridad de la estepa y
el futuro que pregona la rica minería del país. A primera vista desconcierta,
pero cuando ya llevas unos días, te acaba subyugando sin que sepas explicar muy
bien por qué. Y es que hay ciudades bellas, ciudades feas… y ciudades como Ulan
Bator.