lunes, 30 de septiembre de 2013

Ulan Bator existe



Hay ciudades bellas, ciudades feas y ciudades como Ulan Bator. A la capital de Mongolia podrían definirla las largas avenidas, los atascos y las omnipresentes estatuas de Gengis Kan, pero yo la veo más bien como una ciudad contaminada en la que los rascacielos del centro contrastan con los numerosos gers, las tiendas nómadas que se agolpan en las afueras como si la población de la estepa asediara Ulan Bator para poner en duda la viabilidad de una ciudad en un país que era nómada por definición.
Y, sin embargo, Ulan Bator existe. Con sus numerosos habitantes que salen a la calle a todas horas, sus incontables karaokes, las gigantescas chimeneas de las térmicas que no cesan de escupir contaminación, el Parlamento que ejerce de epicentro frente a la gran plaza y los templos budistas ocultos en el marasmo urbano.
Ulan Bator es, muy probablemente, un error en el corazón de Mongolia, una ciudad en busca de una identidad que se le resiste, a medio caballo entre la austeridad de la estepa y el futuro que pregona la rica minería del país. A primera vista desconcierta, pero cuando ya llevas unos días, te acaba subyugando sin que sepas explicar muy bien por qué. Y es que hay ciudades bellas, ciudades feas… y ciudades como Ulan Bator.

jueves, 19 de septiembre de 2013

Me voy a Mongolia



Pues, nada, que me voy para Mongolia. Estuve a punto de viajar allí un par de veces, pero a última hora ocurrió algo inesperado que me obligó a cancelar el viaje. Pero, se acabó; por lo menos eso espero. Cruzo los dedos hasta romperme las falanges porque mañana tengo que coger un vuelo para allá. Confío en despertarme en Ulan Bator, con la estepa a un paso y la vida nómada al alcance. Antes de partir, he hecho lo de siempre: estudiar un mapa que, aunque al principio era sólo un pedazo de papel, se ha transformado en algo cálido a medida que he ido situando en él los lugares que visitaré.
Vamos a los datos: Mongolia tiene una superficie de 1.564.000 kilómetros cuadrados, tres veces la superficie de España. El número de habitantes es 2.800.000, a los que hay que añadir 3.000.000 de caballos y centenares de miles de camellos. Un 45% de la población humana vive en Ulan Bator, la capital; un 30% son nómadas que se reparten con los caballos, las cabras y los camellos la estepa y el desierto. Su bandera consta de tres franjas verticales: azul en el centro y rojas a ambos lados. A la izquierda se ve el símbolo Soyombo, un ideograma que se asocia con el fuego y el éxito.
Antes de marchar, he vuelto a mirar Historia del camello que llora (2003), una película de Byambasuren Davaa. Es una buena introducción a Mongolia, a la estepa, a los nómadas y a una vida dura que no cesa. Para leer en el avión me llevo un libro, Canadá, de Richard Ford, y el último número de la revista Mongolia. Ya sé que Canadá induce al despiste geográfico, pero me está gustando. En cuanto a la revista, por supuesto que no tiene nada que ver con este lejano país, pero por lo menos me echaré unas risas con su humor a toda prueba. Aquí y en Mongolia.

martes, 17 de septiembre de 2013

La otra cara del Monte Athos



Los rituales en la península monástica de Athos son de los que encogen el alma. La oscuridad del katholikon, las paredes ennegrecidas por el humo y el tiempo, el hábito negro de los monjes, la luz vacilante de las velas, el olor a incienso, el brillo de los ornamentos dorados de los iconos… Todo contribuye a crear un ambiente como de otro mundo; y más cuando el ritual se alarga durante horas y el aire se llena de los cánticos sombríos de los monjes, privados de cualquier instrumento. 
Tanto en el ámbito de los monasterios, cargados de un insoslayable peso histórico, como en las capillas privadas (la foto está tomada en una casa de Karyés), la solemnidad se impone a las paredes desconchadas, los frescos medio borrados por el tiempo y las miradas penetrantes de iconos que arrastran un largo historial milagroso. Cuando el ritual termina, si se celebra alguna fiesta en Athos, cosa harto frecuente, llega el momento de sentarse a la mesa para disfrutar de un almuerzo copioso, con buenos manjares y vino de la península, y con el aguardiente local, el tsipuro, para concluir el ágape..
El ayuno de los monasterios es todo un contraste con esas fiestas de celebración en las que, por momentos, estalla una alegría mediterránea. Es entonces cuando eres consciente de estar viviendo la otra cara de Athos, una montaña sagrada en la que el mundo real parece estar muy, muy lejos.

viernes, 13 de septiembre de 2013

Los monjes más viejos de Athos



De todos los monjes de Athos, habrá en total unos dos mil, los que más me emocionan son esos monjes ancianos que avanzan muy lentamente, pasito a pasito y apoyados en su bastón, para desplazarse por las distintas dependencias del monasterio. Apenas si hablan con nadie, viven encerrados en un mundo propio que es imposible conocer.
Los hay en todos los monasterios. Conviven con los monjes más jóvenes, pero no parece que compartan mucho con ellos. Asisten a los actos religiosos con devoción callada y oran en silencio ante los iconos más milagrosos. Cuando terminan, besan el icono y abandonan el katholikon sin pronunciar palabra.
Cuando mueren, a los monjes los entierran en el cementerio fuera murallas, sin ataúd. Su cuerpo debe tocar directamente la tierra para recordarnos que no somos nada. Al cabo de cuatro o cinco años, los desentierran, lavan los huesos y los amontonan en el osario colectivo. Sic transit gloria mundi.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Los peculiares monjes de la Montaña Santa

Athos es todo un mundo. Sin mujeres, sin vacas, sin cabras, sin televisores, sin Internet... y con muchos monjes. Athos es un mundo aparte en el que viven unos dos mil monjes repartidos en veinte monasterios amurallados a los pies de la Montaña Santa, de 2.033 metros de altura. Todo en Athos respira paz, pero cada monasterio es un mundo. Los hay de rusos, búlgaros, rumanos, chipriotas... El primero al que fui a parar fue Vatopedi, donde hace veinte años todos los monjes eran de Chipre. Ahora, sin embargo, las cosas han cambiado y, según me dijeron, hay un centenar de monjes de quince nacionalidades distintas. Aunque no lo parezca, incluso la península monástica de Athos se va abriendo lentamente al mundo. Algo parecido ocurre en el monasterio del Pantokràtor, una fortaleza a orillas del mar.
Cuando llevas unos días en Athos aprendes, sin embargo, que no todos los monjes son iguales. Los hay que viven recluidos en los monasterios, bajo la disciplina del abad, pero los hay también que se las componen para vivir fuera, en celdas, casas o cuevas en las son ellos los que marcan su propia disciplina. De entre estos últimos, mi preferido era el padre Ioanikios, antiguo guerrillero que fumaba y bebía aguardiente como un cosaco. Se estaba bien conversando con él, en la terraza de su preciosa casa con vistas a la Montaña Santa.
Cuando le conocí, hace unos años, me soltó de entrada: "Soy comunista. En el mundo sólo quedamos Fidel Castro en América, Gaddafi en África y Kim Il Sung en Asia. Y yo en Europa". Se rió y añadió: "Es una pena que se acabara el comunismo. Se llevó los sueños de mucha gente". Ahora que Gaddafi y Kim Il Sung han muerto, y que Castro está fuera de juego, pienso a veces qué habrá sido de él. ¡Todo un personaje el padre Ioanikios! 



lunes, 2 de septiembre de 2013

Los impresionantes monasterios de Athos

He estado tres veces en la península monástica del Monte Athos, en Agion Oros (la Montaña Santa), como la llaman los griegos. Es un lugar único, cerca de Salónica, en el que se levantan veinte monasterios amurallados que se diría que viven todavia en los lejanos tiempos de Bizancio, en plena Edad Media. El hecho de que estén prohibidas las mujeres, las vacas y las cabras, y que sólo se pueda acceder con el Diamontirion, un salvoconducto firmado por cuatro abades, aumenta la tracción y el misterio de Athos. De entre todos los monasterios que se levantan a los pies de la Montaña Santa, de 2.033 metros de altura, mi preferido es el de Simonopetra.
Simonopetra, un monasterio del siglo XIII que se funde con la roca, tiene todo el aspecto de una lamasería tibetana, con balconadas de madera que se asoman al vacío y monjes que pasean en silencio, lejos del mundanal ruido, con el rostro oculto bajo sus grandes capuchas negras.
En Athos, donde no hay televisores, ni internet ni coches ni publicidad, todo adquiere otra dimensión, como si el mundo real quedara muy muy lejos. Siempre que se acerca el otoño me acuerdo de la Montaña Santa, quizás porque es en esta época, pasados ya los calores del verano, cuando tiene mejor aspecto.