Desde el aire,
cuando el avión inicia el descenso sobre la isla de Vagar, las islas Feroe se
muestran como un conjunto de rocas enormes lanzadas al mar, lejos de todo, perdidas en el mapa.
Verdes, sin árboles, con mucho agua y con montañas abruptas que se dirían surgidas
de un sueño. En el aeropuerto, de reducidas dimensiones, como casi todo en estas
islas de en las que sólo viven unos 50.000 habitantes, nos espera Sigurdur, un
muchacho animoso que nos propone, aprovechando que luce el sol, hacer un
trekking por la isla. Primera lección: la naturaleza, en las Feroe, siempre se
encuentra a la vuelta de la esquina.
Subimos al coche
y entramos en el fiordo de Sorvagur, envueltos en un paisaje onírico, con
cientos de corderos paciendo en libertad y casas de colores con el tejado cubierto de hierba. Nos detenemos a la
entrada del túnel de Gasaldur y, guiados por Sigurdur, subimos por el Camino
del Cartero. “Antes de la construcción del túnel, en 2006, el cartero hacía
esta ruta tres días a la semana”, cuenta el guía. “Con el túnel, todo ha
cambiado”.
La pendiente, tapizada de verde, es pronunciada
y resbaladiza, pero sabemos que el esfuerzo de subir ha merecido la pena cuando
vemos desde lo alto la majestad del fiordo, los montes que lo abrigan y las
islas abruptas que lo cierran. Una maravilla que vale el viajee, como muestra la foto que me hace David Monfil.
Al otro lado de
la montaña, tras dos horas de marcha, aparece el valle de Gasaldur, con un
verde resplandeciente, una pequeña aldea y una cascada que se desploma en el
mar… Es como una escena sacada de El Señor de los Anillos. Sólo falta
Frodo.
Regresamos a pie por el túnel para no alargar el primer día.
La oscuridad que nos envuelve contrasta con el estallido de luz que nos recibe
al otro lado. Es tarde, pasadas las ocho, pero en esta época del año el sol no
tiene prisa por ocultarse. Es otro detalle que contribuye a hacer de las Feroe
un lugar único en el mundo.