Asociamos Shangri-la
con la utopía, con un mundo aparte en el que la felicidad está al alcance, pero
el nombre de Shanrgi-la fue usurpado hace años por una cadena hotelera que
pretendió asociarlo al lujo oriental. No nos engañemos: felicidad y lujo son
cosas muy diferentes.
Llego a
Shangri-la, en la provincia de Yunnan, no muy lejos del Tíbet, sabiendo que hay
algo de trampa en este lugar. Fue el novelista británico James Hilton quien en
1933, en la novela Horizontes perdidos,
escribió por primera vez el nombre de Shangri-la. Era un valle secreto, cerca
del Himalaya, en el que había un monasterio en el que la gente vivía más de
doscientos años en estado de felicidad. Vino después, en 1937, la película de
Frank Capra, que acrecentó el mito de Shangri-la.
Los chinos, que son unos linces, decidieron hace unos años aprovechar el tirón del mito
y, aprovechando una simple hipótesis, le pusieron a una ciudad que hasta
entonces se llamaba Zhongdian el nombre de Shangri-la. Construyeron carreteras
y con el nuevo nombre consiguieron atraer al turismo internacional. Hace un
año, sin embargo, la parte vieja de Shangri-la se quemó. Shangri-la ya no es lo
que era, aunque quedan todavía algunas calles con encanto, el bello monasterio
budista de Songzanlin, la montaña del Dragón de Jade, los apacibles yaks del
valle de Napa y el molino de oración más grande del mundo, en el Templo Dorado.
A pesar de todo, merece la pena viajar a Shangri-la, un lugar bendecido por la
magia de un nombre utópico.