Me gusta esta foto por la eficacia del mensaje. Cuando viajas por Nueva Zelanda te revistes a veces del espíritu del pionero. No importan los detalles, sino lo básico, como sucede en este hotel de Whataroa que anuncia "Camas, cerveza, comidas". Lo importante de la vida está aquí. Para qué vamos a perder tiempo en cosas prescindibles.
miércoles, 29 de febrero de 2012
Las cosas básicas de Nueva Zelanda
Me gusta esta foto por la eficacia del mensaje. Cuando viajas por Nueva Zelanda te revistes a veces del espíritu del pionero. No importan los detalles, sino lo básico, como sucede en este hotel de Whataroa que anuncia "Camas, cerveza, comidas". Lo importante de la vida está aquí. Para qué vamos a perder tiempo en cosas prescindibles.
lunes, 27 de febrero de 2012
El toque francés de Akaroa
Hay muchos
lugares de Nueva Zelanda que tienen un evidente toque mágico, y entre ellos
figura Akaroa. No es tan conocido como Milford Sound, Golden Bay o Roturoa,
pero su paisaje de origen volcánico sobrecoge en cuanto lo ves.
Akaroa se halla a unos 80 kilómetros de Christchurch, en la Península de Banks, que
James Cook bautizó como isla en homenaje a su botánico, Joseph Banks. Más
adelante se desharía el entuerto, como también se enderezaría el de que Akaroa
(“puerto largo” en maorí) era una población francesa. La llegada de balleneros
y marineros franceses antes de 1840 así lo hacía prever, pero el tratado de
Waitangi dejó claro que la Isla
del Sur de Nueva Zelanda sería, como la del Norte, de adscripción británica.
Con el tiempo, sin embargo, los habitantes de Akaroa, y también los de
Christchurch, que tienen aquí “su Cadaqués particular”, han querido conservar
el toque francés del pueblo, en el que hay locales con nombres como L’Hotel, Ma
Maison, La Boucherie
du Village y hasta una pista de petanca. Casi nadie habla francés en Akaroa,
pero les gusta mantener esta french connection hasta el extremo que la
carrera ciclista entre Christchurch y Akaroa recibe el nombre de “Le Race”.
Así, en bilingüe.
Se está bien en Akaroa, aunque cierto ambiente posh y la profusión
de banderas francesas a veces carga. Pero basta con escaparse hacia la montaña
para darse cuenta de la situación privilegiada de este puerto. Aunque, de
hecho, no es hasta que ves una foto aérea de la Península de Banks que
comprendes dónde se encuentra Akaroa: en el cráter de un antiguo volcán que,
abierto por uno de los lados, ha permitido la llegada del mar para formar el
más largo y bello puerto de esta costa de Nueva Zelanda.
Por la izquierda
En Nueva Zelanda, como en el
Reino Unido y en Australia, se conduce por la izquierda, lo que a veces
complica un poco las cosas. Cuentan las distancias en kilómetros, eso sí, que
siempre queda más claro que en millas. Son de hecho una mezcla de la sociedad
británica más tradicional con la norteamericana.
Por
si alguien se olvida de que hay que conducir por la izquierda, vi en Dunedin
esta pegatina que no deja lugar a dudas, tanto de por donde se conduce como de
la predilección de los kiwis por la cerveza.
sábado, 25 de febrero de 2012
Buzones de Nueva Zelanda
Una de las cosas que más me llama
la atención en Nueva Zelanda son los buzones de las casas. Suelen ser del tipo
norteamericano, un medio cilindro para cartas y periódicos clavado en lo
alto de un palo frente a las casas. Sencillo, pero eficaz.
En las ciudades,
suelen llevarse los buzones de metal o de plástico, comprados por lo general en
grandes superficies, pero en los pueblos sigue viva la tradición de construirse
cada uno su propio buzón.
En
mi recorrido por el país he podido ver que es en los lugares calificados de
alternativos, donde vive una población bohemia o de tendencias artísticas,
donde la creatividad se nota más.
En Golden Bay, por ejemplo, o en Otago
Peninsula vale la pena caminar por las calles fijándose en los originales
buzones. Todo un descubrimiento que te lleva a añorar las cartas de asntes.
viernes, 24 de febrero de 2012
Los pingüinos de Otago Peninsula
Otago Peninsula es
un lugar sorprendente. Me ha encantado recorrer Portobello Road, que discurre a
orillas del mar, y también la carretera central, que ofrece grandes vistas
desde lo alto. En esta extraña península se reúne un mundo de naturaleza
insospechado muy cerca de Dunedin, una de las grandes ciudades de la isla del
Sur de Nueva Zelanda.
Llegué a la península de Otago bajo
una fuerte lluvia y me marché bajo un sol tímido. En cualquier caso, estando en
Otago no quise perderme el espectáculo de los albatros, pingüinos y focas,
aunque confieso que tengo poco de naturalista. Cuando viajo con mi amigo Andoni
Canela, especialista en osos, linces, águilas y otros animales, todo resulta más
fácil. Él pone sus conocimientos y su teleobjetivo, y yo le sigo con mi libreta
de notas. Hemos estado juntos en África, siguiendo el rastro de leones,
leopardos y elefantes; en Noruega, persiguiendo auroras boreales; y en Canadá,
fotografiando osos polares. Un placer.
En Otago, sin embargo, a falta de
Andoni, me dejé llevar por mi intuición. Me dirigí de entrada a Pilots Beach,
donde me dijeron que al atardecer se concentran los pingüinos. Llovía, pero no
por ello pensaba rendirme. Antes de llegar allí, sin embargo, me fijé que había
una veintena de coches mal aparcados sobre un acantilado. ¿Estarán esperando a
los pingüinos?, me pregunté. ¿O quizás a los albatros o a las focas? Fuera lo
que fuera lo que esperaban encerrados en sus coches, decidí apostarme junto a
ellos con la mirada atenta. La lluvia arreciaba, pero no pensaba retirarme.
Pasaron lentamente los minutos y, mientras andaba yo escrutando la playa
y las rocas sin lograr ver nada, escuché un grito de júbilo. Los conductores
empezaron a hacer sonar las bocinas, a lanzar ráfagas de luces y gritos eufóricos.
¿Estaban avistando albatros, focas o pingüinos?, me pregunté ansioso. En
cualquier caso, debía de ser algo excepcional, ya que les veía fuera de si.
Pronto salí de dudas. No se trataba ni de albatros, ni de focas ni de pingüinos.
Lo que tanto les emocionaba era algo mucho más grande: un enorme trasatlántico,
el Queen Elizabeth, que justo en aquel momento abandonaba el puerto de Dunedin.
El Queen Elizabeth salió majestuoso
por la bocana de la bahía, con los pasajeros saludándonos desde cubierta. Yo,
para no desentonar, los saludé como hacían los demás, aunque de reojo iba mirando
hacia la playa por si aparecía un albatros, una foca o un pingüino. Ni que
hubiera sido uno de los más pequeños por lo menos me habría servido de premio
de consolación.
jueves, 23 de febrero de 2012
El silencio de Milford Sound
Este espectacular fiordo, situado
en la costa oeste de la Isla
del Sur, es una de las grandes atracciones de Nueva Zelanda. Y con razón.
Navegar por sus aguas oscuras, rodeado de montañas, acantilados, bosques y
cascadas, produce esa sensación que tanto me gusta cuando viajo: la de encontrar
una naturaleza que me supera, que hace que el hombre sea tan sólo un accidente
mínimo en medio de un paisaje de gran formato. Mires donde mires se te llenan
los ojos de espacios naturales. Ni una casa, ni rastro de presencia humana…
Bueno, a no ser por los barcos que pasean turistas por el fiordo. De todos modos,
Milford Sound es tan grandioso que aguanta sin alterarse la presencia de tanto
guiri. Ahí va un consejo: los cruceros de última hora son más baratos y menos
concurridos. Hay que huir siempre de las horas punta, de la masificación
.
El pueblo más cercano a Milford
Sound, Te Anau, se encuentra a 120 kilómetros. Esta distancia hace que el
camino hasta allí, sea a pie, en bicicleta, en coche o en autocar, tenga algo
de iniciático. En Te Anau se diría que empieza un mundo nuevo, el de Fiordland,
la Tierra de
los Fiordos, con bosques majestuosos, lagos enormes, montañas, glaciares y una
increíble fauna autóctona.
Cuando el barco de Milford Sound sale
por fin a mar abierto, tras una hora de recorrido, te das cuenta de que el
fiordo tiene algo de protector. Si permaneces entre sus altos y escarpados
muros, rodeado de silencio, te sientes a salvo de todo. El Mar de Tasmania, sin
embargo, aparece de repente como un mundo hostil, agresivo, con todas las
historias de bravura, tempestades y naufragios que arrastra.
Por cierto, llueve 200 días al
año en Milford Sound, uno de los lugares más húmedos del planeta. El verde
exuberante y las numerosas cascadas no están allí por casualidad.
Nueva Zelanda y "El Señor de los Anillos"
A medida que
viajas por Nueva Zelanda te vas dando cuenta de que todo el país es un gran
plató en el que se rodó El Señor de los Anillos. Lo sientes cuando
penetras en los bosques de árboles y helechos gigantes, lo ves en las zonas
volcánicas de Rotorua o Tongarino (la tierra de Mordor), lo confirmas en el
valle de Hutt, en las cercanías de Wellington, y lo ratificas en Matamata,
donde hasta pueden visitarse las casas de los hóbits.
Peter Jackson lo tuvo fácil al elegir
escenarios para el rodaje de El Señor de los Anillos. Nacido
neozelandés, conoce a la perfección su país y sabía muy bien, por tanto, que en
él pueden darse los paisajes más variados, muchos de ellos ligados a una
naturaleza casi virgen y a un mundo onírico que encaja a la perfección con las
descripciones de Tolkien.
Los paisajes citados en el primer
párrafo se refieren todos a la isla del Norte, pero también en la del Sur se
sigue repitiendo una sensación de déjà vu que proviene de haber visto El
Señor de los Anillos. Los paisajes de Golden Bay, de Queenstown, de
Glenorchy, de Te Anau o de los Mavora Lakes te remiten directamente a la
película y, consecuentemente, a la novela de Tolkien.
Éste es otro de los alicientes de un
viaje a Nueva Zelanda. Pero lo realmente bueno es que todavía hay más, muchos
más.
miércoles, 22 de febrero de 2012
Aquí nació el puenting
A los
neozelandeses les gusta el riesgo. Quizás por eso son pioneros en los deportes
de aventura. Lo he comprobado en los días que llevo por aquí. Cuando yo me
extasío admirando un río de aguas bravas, un neozelandés ya se está planteando
bajarlo en rafting, en kayak o a pelo. Y donde yo veo una montaña escarpada,
casi vertical, ellos ya están buscando la mejor vía para escalarla. Y no
digamos con las olas y el surf, que parece que lo llevan en la sangre. Qué le
vamos a hacer: los kiwis son así.
Con estos antecedentes,
no es de extrañar que el puenting naciera en Nueva Zelanda, concretamente en
1988 en el antiguo puente de Kawarau, a 23 kilómetros de
Queenstown. Cuando estuve allí hace unos días me sorprendió comprobar que el
puente se ha convertido en una especie de santuario de los amantes del riesgo.
Acuden allí embelesados, lo fotografían obnubilados y, después de pagar 180
dólares, se lanzan al vértigo del vacío, con los pies atados a una cuerda, como
si estuvieran comulgando.
En fin, la descarga de adrenalina
convertida en una religión que cada vez parece tener más adeptos, sobre todo en
Nueva Zelanda.
lunes, 20 de febrero de 2012
Punakaiki y Wharariki Beach
Hay lugares que te seducen, antes que nada, por el
nombre. Es el caso de Punakaiki, un pueblecito de la costa oeste de la Isla del Sur de Nueva Zelanda.
Se encuentra entre una montaña escarpada, cubierta de una vegetación exuberante,
la playa de arena blanca y unas rocas esculpidas por un mar, el de Tasmania,
que aquí siempre parece enfadado. En total no son más de diez casas, pero
cuenta con una animada taberna donde corre la cerveza. Cuando se pone el sol,
los pocos habitantes se citan en la playa para contemplar cómo la luz va
tiñiendo la costa del color de la miel. Después, se dirigen a la taberna.
Muchos
viajeros de detienen sólo unos minutos en Punakaiki, lo justo para contemplar
las Pancake Rocks. Después, prosiguen el viaje con prisas. Es el mal de nuestro
tiempo, que vamos conometrados, siempre con un nuevo destino a la espera. Pienso,
sin embargo, que merece la pena pasar por lo menos una noche en Punakaiki, para
gozar del crepúsculo y para contemplar cómo, por la mañana, el nuevo día
rescata de la oscuridad el precioso bosque del Parque Nacional de Paparoa.
De
vez en cuando, se ven focas y pingüínos en Punakaiki, pero yo no tuve esta
suerte. No sé, debían de estar de vacaciones. De todos modos, estoy satisfecho
habiendo visto la puesta de sol desde la playa. Como lo estuve días antes
cuando llegué, caminando por las dunas,
a la fabulosa Wharariki Beach, una playa grande, bellísima, solitaria,
presidida por una gran roca que forma un arco monumental sobre las olas. Otra
maravilla de Nueva Zelanda. Son ya tantas que he perdido la cuenta de las que
llevo.
viernes, 17 de febrero de 2012
El paraiso de Marahau (NZ)
De
vez en cuando, en los viajes, te encuentras sin haberlo previsto con
un paraíso que te hace pensar que ya no quieres ir más allá. Es el
caso de Marahau, un pueblecito situado en el extremo norte de la Isla
del Sur, en Nueva Zelanda. El pueblo, de hecho, no es gran cosa: unas
pocas casas, dos càmpings alternativos y uno de carvanas, unos
cuantos bares, un par de lodges
selectos y una roulotte
eternamente aparcada donde dos jóvenes alternativos sirven platos
sencillos y venden bebidas orgánicas. Lo importante, sin embargo, no
es el pueblo, si no lo que lo rodea: playas idílicas de arena
dorada, bosques frondosos que llegan hasta el mar y una costa virgen
y desgarrada, de una belleza absoluta. Todo pertenece al Abel Tasman
National Park, uno de los parque más pequeños de Nueva Zelanda, y
uno de los más hermosos.
Lo
que más abunda en Marahau son mochileros y alternativos. Te los
cruzas por los caminos de esta costa que sólo se puede recorrer a
pie: 51 kilómetros en total que se suelen hacer entre 3 y 5 días,
depende del ritmo que te impongas, o del que puedas permitirte sin
echar el bofe. Por el camino hay campings y cabañas donde puedes
pasar la noche, y tienes que estar siempre pendiente de las mareas,
ya que en esta costa puede haber hasta 6 metros de diferencia entre
la marea alta y la baja.
El
camino, de paisajes bellísimos, con calas increíbles y playas de
ensueño, está muy frecuentado en esta época del año, el verano
austral. En él te encuentras tanto a jovenes con greñas y chanclas,
con aspecto de surfers, a mochileros equipados con botas de montaña,
los últimos adelantos en ropa deportiva y bebidas energéticas.
Todos buscan lo mismo: la belleza de un paisaje único y la sensación
cada vez más difícil de estar caminando por una costa virgen, por
un mundo que la codicia de los humanos no ha conseguido estropear.
Al
final del día, cuando el sol se pone en Marahau, los bares del
pueblo de llenan con la gente que acaba de completar la travesía de
la costa. En su mirada soñadora puedes leer lo que están pensando:
el paraíso existe y se llama Marahau.
miércoles, 15 de febrero de 2012
La Puerta del Infierno
La naturaleza, en Nueva Zelanda, parece que juegue en
otra división. Aquí es todo más grande, más bonito y más verde. Lo he podido
comprobar en el viaje en coche desde Auckland hasta Rotorua. Un paisaje
ondulado, muy verde, con grandes rebaños de vacas, granjas de madera que
parecen escapadas del Oeste, árboles gigantes que lo presiden todo y, de vez en
cuando, un bosque sagrado de los maorís, con helgueras que juegan a ser
árboles.
Todo es precioso, pero de lo visto hasta ahora en la Isla del Norte, una de las
cosas que destaco es un lugar llamado Hell’s Gate, la Puerta del Infierno. Se
encuentra a unos veinte kilómetros de Rorotua, un pueblo situado junto a un
gran lago con mucha actividad volcánica. Las calles de Rotorua huelen azufre y
en el parque de la ciudad encuentras fuentes sulfurosas, pequeños géisers y
volcanes de barro. Además de árboles XXXL, una constante en Nueva Zelanda. Muy
cerca está Te Puia, una zona de actividad volcánica convertida en parque temático,
con espectáculos maorís, cenas maorís y visitas guiadas a precios nada maorís.
Francamente, prefiero Hell’s Gate, por donde puedes ir a tu aire, con poca
gente y sin tanta parafernalia.
Antes de pagar los 35 dolares neozelandeses que cuesta
la entrada a Hell’s Gate (unos 25 euros), es fácil adivinar donde es. El humo de
las fumarolas lo delata. Aparece en medio del bosque como un aviso ancestral de
actividad geotérmica. Yo tuve la suerte de llegar muy tarde, cuando ya faltaba
poco para que cerraran. Me dieron una hora para hacer el recorrido, casi en
solitario, y confieso que lo disfruté a fondo, como si estuviera haciendo una
inmersión en un mundo aparte, en otra dimensión.
Los nombres de los distintos lagos, albercas y hoyos
de barro ya impresiona de entrada, empezando por la Puerta del Infierno (nombre
que se debe al padrino Georges Bernard Shaw) y continuando por el Baño
del Demonio, Inferno, Sodoma y Gomorra, la Garganta del Diablo, la Caldera del Diablo, etc.
El conjunto es una zona de aguas sulfurosas que llegan a estar a más de 100
gradoss, con géisers abortados, tierras de colores y barro que hierve. Lo que
más me gustó fue el bosque que hay entre las dos zonas volcáncias. Unos árboles
inmensos, con los troncos recubiertos de líquenes amarillentos y, de vez en
cuando, un estallido de flores azules que parecen salidas de la película Avatar.
Y, en medio de todo, un río de agua caliente que se desploma en un salto de
agua. Impresionante.
No muy
lejos de Rorotua, por cierto, está Tongariro, el parque natural que fue
escenario de la tierra de Mordor en El Señor de los Anillos. Es otro
lugar que vale la pena, otro 10. Y es que Nueva Zelanda da para mucho, tanto a
nivel cinematográfico como de naturaleza a lo grande.
martes, 14 de febrero de 2012
¿Una manzana bomba?
¡Doce horas de
diferencia! ¡Ahí es nada! Es lo que tiene irse a las Antípodas en febrero: que
aterrizas en pleno verano mientras en Europa hace un frío invernal, pero te
quedas descolocado por culpa del cambio de hora. Un par o tres de horas se
aguantan; seis o siete te dejan un poco tarumba, pero más o menos se pueden
negociar; con 12, en cambio, ya no hay componenda que valga. La medianoche de
allí es el mediodía de aquí; la noche es el día y el día es la noche. Y a aguantar
como puedas, con el cuerpo quejándose a todas horas y advirtiéndote de que no
vamos bien.
Llegué a
Auckland a medianoche, después de 26 horas de vuelo desde Barcelona, con
paradas en Milán y Singapur. Demasiadas horas, sin duda, con todos los huesos emitiendo
quejidos y lamentos. Levantarme del asiento cuando por fin aterrizamos en
Auckland me costó, y también digerir ese oximoron que es la comida de avión,
con el que me atiborraron durante horas casi sin tregua.
Tras el aterrizaje,
empezó, ya en el mismo aeropuerto, la inmersión en Nueva Zelanda. Un cartel
avisaba para que no quedaran dudas: “El Kiwi es el animal nacional de Nueva
Zelanda; el rugby, el deporte nacional”, con una foto de los acojonantes All
Blacks, actuales campeones del mundo. Y carteles de Kia ora (“Bienvenido amigo”)
por todas partes. El trámite de revisar el pasaporte va rápido, siempre que
tengas el billete de regreso a mano y puedas demostrar que eres un turista. ¿Qué
como se demuestra? Pues muy sencillo. contando a dónde piensas ir y haciendo
gala de que tienes el mapa del país y las principales atracciones grabadas en
la memoria. Cosas del turismo responsable. En cualquier caso, la agente que me atendió hacía las preguntas sonriendo.
De buen rollo.
En la recogida
de equipajes, un perro con agente adosado se paseaba husmeando entre los
pasajeros. ¿Qué buscaba? ¿Drogas? ¿Explosivos? Nada de eso: de repente se puso
a oler a fondo la bolsa de mano de una inglesa de mediana edad. La policía
hurgó en el interior y, ‘¡ajá!, no tardó en sacar un objeto sospechoso: ¡una
manzana! Y es que la
Bioseguridad va aquí muy en serio: nada de importar alimentos
de otros países, y tampoco barro. No sea que vayamos a contaminar su
espectacular naturaleza.
La pobre inglesa
responsable de la “manzana bomba” tuvo que pagar una multa de 400 dólares
neozelandeses (unos 250 euros) y soportar las miradas de desprecio de los kivis
(o sea, los neozelandeses) que la rodeaban. ¿A quién se le ocurre? Introducir
una manzana en Auckland. Con el riesgo que comporta.
No puede
quejarse la inglesa de que no estaba avisada. Te lo repiten hasta la saciedad
ya desde el avión y hay carteles por todas partes avisando de la posible multa.
También te insisten en que tienes que limpiarte las suelas de las botas o de
los zapatos de golf. No vaya a ser que traigas barro contaminante.
Tras el episodio
de la manzana sospechosa, a la salida me esperaban unos deliciosos 25 grados de
temperatura. ¡Por fin, el verano! Como un zombie, me fui directamente a un
motel cercano al aeropuerto, el Kiwi. Lo elegí por el nombre y porque vi una
foto en la que se veía un kiwi gigantesco en el tejado. Pensé que empezar el
viaje por Nueva Zelanda a la sombra del animal nacional era garantía de buen
rollo. Por lo menos así lo espero.
jueves, 9 de febrero de 2012
¡Me voy a Nueva Zelanda!
Mañana vuelo a
Nueva Zelanda. ¡Por fin! Sé que me espera una paliza aérea de más de 26 horas,
pero me es igual: voy a Nueva Zelanda, que es lo que importa, me largo del frío
para aterrizar en el verano austral, cambio los guantes de piel y el gorro de
lana por el bañador y las chancletas. Siempre me ha gustado la desconcertante
sensación de volar hacia el hemisferio sur, de cambiar de estación con el truco
mágico de un puñado de horas de vuelo, de irme al otro extremo del mundo para
burlar el frío. En el siglo XVIII los barcos tardaban meses en llegar hasta
allí, pero los aviones te permiten la trampa de tomar un atajo. Estoy de
acuerdo con mi amigo Josep Maria Romero de que los aviones falsean la noción de
viaje, pero en este caso benditos sean.
Siempre he tenido muchas ganas de viajar hasta allí, pero por una u otra
razón he ido aplazando el viaje. ¿Que por qué me atrae Nueva Zelanda? Pues de
entrada porque está allí, en las Antípodas, lejos de casi todo. Siempre que he
visto las dos islas del país dibujadas en un mapa he sentido la urgencia de
viajar hasta allí. En segundo lugar, por las fotos y documentales en los que he
visto una naturaleza de las que a mí me gustan: bellísima, de gran formato y no
muy poblada. Lugares como Torangiro, Golden Bay, Millford Sound, Otago y el
Mount Cook hace muchos años que me llaman. Ahora ha llegado el momento de ir a
su encuentro.
En 1999, cuando me recorrí Australia
de arriba abajo, ya sentí la tentación de volar a Auckland. Estaba allí mismo y
era difícil resistirse, pero había ido a Australia para escribir un libro (Boomerang. Viaje al corazón de Australia)
y no podía desviarme de mi objetivo. Así, pues, lo dejé para más adelante. Y
luego, claro, pasa lo que pasa, que Nueva Zelanda siempre queda a trasmano. De
todos modos, en aquel viaje australiano conocí a algunos kiwis (así llaman a los neozelandeses) y pude comprobar que, por lo
general, son unos tipos estupendos, amantes de la naturaleza, afables,
acogedores. Ahora podré conocerlos en su ambiente. A ver si se mantiene el
nivel.
En resumen, que ha llegado la hora
de soltar amarras y cruzar el mundo, de volver a los viajes, que desde hace
años se han convertido en la salsa de mi vida, en mi manera de ganarme la vida.
En un momento así, me acuerdo del inicio de Moby
Dick, la gran novela de Herman Melville: “Llamadme Ismael. Hace unos años
-no importa cuánto tiempo exactamente- con muy poco o ningún dinero en el
bolsillo y sin nada particular que hacer en tierra, pensé que podría ir a
navegar por ahí y ver la parte acuática del mundo. Es mi manera de ahuyentar la
melancolía y regular la circulación…”.
Pues eso, que ha llegado el momento
de viajar, de romper la rutina y poner rumbo a Nueva Zelanda, de ir en busca
del otro y de encontrar nuevas emociones.
lunes, 6 de febrero de 2012
El frío de Noruega
Estos días que
hace frío de verdad me acuerdo de mi amiga Randi, una simpática noruega a la
que conocí hace unos años en Tromso, la hermosa ciudad del norte del país.
Randi se reía cuando veía en televisión que España se paralizaba porque había
nevado un poco, más o menos como ha pasado ahora. “Es gracioso lo que pasa en
España”, decía. “Cae una pequeña nevada y los informativos abren diciendo que
hay dos centímetros de nieve, que cierran las escuelas, que los transportes no
van, que todo se paraliza… Aquí estamos acostumbrados a seguir como si nada
aunque caiga una gran nevada. Para nosotros es la normalidad”.
Bueno, supongo que la nieve es algo
normal cuando vives por encima del Círculo Polar Ártico, cuando el récord de
nieve caída es de 2,40 metros (el 29 de abril de 1997) y cuando la temperatura
se acerca en invierno a los 20 grados bajo cero. Por no hablar de cuando sopla
la ventisca y sientes que el frío te penetra hasta los huesos.
Randi tiene razón: aquí somos unos
quejicas que paralizamos el país por una nevada que allí sería nada, pero
debería comprender que la nieve no es lo nuestro. Y que tampoco hemos crecido
con mentalidad de pioneros, como ella, que es nieta del último gran cazador de
osos, Henry Rudi, un aguerrido noruego, al que llamaban “El Rey de los Osos”,
que murió en 1970 después de haber matado nada menos que a 713 osos polares.
La vida aquí es mucho más tranquila,
sin osos polares que acechen y sin nieve que nos invada. Y tenemos además el
Mediterráneo, un mar amable que nos regala unos veranos sublimes que atraen en
masa a los turistas nórdicos. Claro que, para compensar tanto frío y tanta
nieve, también en los países nórdicos tienen la bellísima aurora boreal, una
diva que no siempre se muestra, pero que
cuando lo hace provoca “¡ohhhs!” de rendida admiración.
“Yo he visto auroras desde niña”, me
decía Randi, “pero aún hoy, cuando veo una de las más bonitas, me quedo
paralizada en medio de la calle, aunque haga mucho frío”.
Ambos estamos de acuerdo: la aurora
boreal es una maravilla. Y este año, el 2012, dicen que es de los mejores para
contemplarlas. Pues, nada, que habrá que ir preparando viaje hacia el norte… a
pesar del frío y de la nieve.
jueves, 2 de febrero de 2012
El tao de los viajes
Aprendemos con el tiempo que el mundo de los viajes no se compone sólo de largos recorridos y de estancias en lugares lejanos. La pasión por el viaje puede surgir por medio de una conversación, una película o un libro; o, simplemente, hojeando las páginas de un Atlas o mirando cómo gira una bola del mundo. Viajar es, en cierto modo, un estado de ánimo. No hace falta ir muy lejos para sentirlo. Que se lo pregunten si no a Xavier de Maistre, autor de Viaje alrededor de mi habitación, a Enrique Vila-Matas, autor de El viajero más lento o a Rafael Chirbes, autor de El viajero sedentario. Lo exótico, la lejanía, puede llegar a fatigar, como solía decir Josep Pla o como constató Josep Maria de Sagarra en su excelente libro de viaje a la Polinesia, La ruta blava.
En los últimos días ha caído en mis manos uno de esos libros que, con sólo hojearlo, ya sientes que palpitan en sus páginas un millón de viajes. Se trata de The Tao fo Travel, del gran viajero norteamericano Paul Theroux. En él reúne una larga colección de confesiones viajeras, muchas propias (demasiadas para mi; no me gusta la autocita), pero también de otros viajeros. Theroux escribe en el prefacio que ha comprobado que "los viajeros más apasionados han sido también lectores y escritores apasionados". Supongo que tiene razón desde el momento en que la lectura de determinados libros es la mejor incitación a un viaje. Por otra parte, resulta inquietante cuando revela que "para Freud el viaje simboliza la muerte". Puede que sea así, pero, como diría el gran George Brassens, no tenemos ninguna prisa por llegar al destino. "Muramos por las ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta".
Para iniciar este blog no se me ocurre nada mejor que citar una de las frases del libro de Theroux: "Es casi axiomático que, tan pronto como un lugar adquiere reputación de ser un paraíso, se convierte en un infierno". Asusta pensarlo, pero demasiadas veces he podido comprobar que es cierto. La distancia entre paraíso e infierno, hablando desde el punto de vista del turismo, es a menudo muy corta. Supongo que pasa lo mismo que quería decir Groucho Marx cuando soltó su célebre frase: "Nunca desearía pertenecer a un club que aceptara como socio a alguien como yo". Son las contradiciones del turismo de masas.
En los últimos días ha caído en mis manos uno de esos libros que, con sólo hojearlo, ya sientes que palpitan en sus páginas un millón de viajes. Se trata de The Tao fo Travel, del gran viajero norteamericano Paul Theroux. En él reúne una larga colección de confesiones viajeras, muchas propias (demasiadas para mi; no me gusta la autocita), pero también de otros viajeros. Theroux escribe en el prefacio que ha comprobado que "los viajeros más apasionados han sido también lectores y escritores apasionados". Supongo que tiene razón desde el momento en que la lectura de determinados libros es la mejor incitación a un viaje. Por otra parte, resulta inquietante cuando revela que "para Freud el viaje simboliza la muerte". Puede que sea así, pero, como diría el gran George Brassens, no tenemos ninguna prisa por llegar al destino. "Muramos por las ideas, de acuerdo, pero de muerte lenta".
Para iniciar este blog no se me ocurre nada mejor que citar una de las frases del libro de Theroux: "Es casi axiomático que, tan pronto como un lugar adquiere reputación de ser un paraíso, se convierte en un infierno". Asusta pensarlo, pero demasiadas veces he podido comprobar que es cierto. La distancia entre paraíso e infierno, hablando desde el punto de vista del turismo, es a menudo muy corta. Supongo que pasa lo mismo que quería decir Groucho Marx cuando soltó su célebre frase: "Nunca desearía pertenecer a un club que aceptara como socio a alguien como yo". Son las contradiciones del turismo de masas.
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