En Asia Central se esfuerzan por
borrar todo rastro de la URSS,
aquella enormidad que se esfumó en 1991. Algunos han optado por sustituir las
estatuas de Lenin por las de Timerlán, mientras que otros prefieren a Gengis
Khan. Sea como sea, hay que enviar a Lenin y a Stalin al fondo del armario y reivindicar
la antigua vida nómada, a base de caballos salvajes, austeridad y yurtas.
En lo que se refiere a los
trenes, sin embargo, Kazajstán sigue fiel a los recios vagones rusos, modelo
Transiberiano, con literas estrechas, revisores autoritarios, un samovar en
cada esquina y un restaurante en el que, diga lo que diga la carta, tienes que
comer lo que te diga una camarera adusta modelo matrona. Afortunadamente, la
cerveza y el vodka nunca faltan.
Para el desayuno, lo que más se
lleva es el porridge, una papilla de
cereales con leche y otros ingredientes sospechosos. Es algo así como comer
engrudo, aunque, no sé si será por el frío, pero acaba uno viciándose. Ya se
sabe, en los viajes terminas por hacer cosas que te sorprenden a ti mismo. Lo dijo el filósofo: “El mejor viaje es aquel del que regresas siendo distinto
de cuando saliste”. Pues eso, ahora me gusta el porridge.