Astaná es una
ciudad rara, como todas las que han surgido de la nada. En 1998 el presidente
Nazarbáyev decidió convertirla en capital de Kazakhstán, desplazando a Almaty.
De repente, la capitalidad pasó a una aldea situada en medio de la estepa. Como
el país es rico en petróleo, no se ha escatimado dinero para vestirla de capital.
Astaná es rara y
fría. En invierno, la temperatura llega a 40 bajo cero y, cuando sopla el
viento siberiano, se hace difícil circular por la ciudad. El arquitecto japonés
Kisho Kurokawa ganó el concurso de un ambicioso plan urbanístico que, gracias a los petrodólares,
se va cumpliendo. Dicen que en 2030 Astaná estará terminada, con edificios de
Norman Foster y otras estrellas, con una Ópera neoclásica, una Gran Mezquita, muchos
museos y edificios espectaculares. Astaná es, de hecho, una ciudad museo.
Lo bueno de los
países fríos es que practican deportes de invierno. El hockey
sobre hielo, por ejemplo. Uno de mis grandes momentos en Astaná fue asistir, en
compañía de buenos amigos, a un partido de Los Leopardos de las Nieves, que es como se
llama el equipo de Astaná. Ganaron 5
a 0 a
un equipo ruso, pero lo de menos fue resultado. Ver a aquellos leopardos que me recordaban el gran
libro de Peter Matthiessen luchando por defender el nombre de Astaná, fue un
placer.
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