Lo bueno del
Parque Nacional de Etosha, igual que sucede en el Kruger, en Sudáfrica, es que
puedes entrar al volante de tu propio coche (en mi caso un Toyota Corolla
alquilado; si siquiera un 4x4) para ir a la caza y captura (fotográfica, por
supuesto) de la fauna salvaje. La contemplación de elefantes, leones, jirafas,
rinocerontes, guepardos, cebras, avestruces, ñus y miles de gacelas te hace
sentir como si estuvieras conduciendo por el mismísimo Jardín del Edén. Ya lo
decía Alberto Moravia: “África, en algunos momentos, te ofrece la posibilidad
de echar un vistazo a la prehistoria”.
En el parque de
Etosha, en Namibia, es una ventaja proveerse del mapa de waterholes que venden en la entrada. Sabes que es en estas grandes
charcas, bien al amanecer o al atardecer, adonde acuden todo tipo de animales.
La paciencia es la mejor arma. Hay que permanecer agazapado, con la cámara a
punto, hasta que aparecen un elefante y un rino que se observan como si
estuvieran protagonizando una película del Oeste, como si pensaran que aquí
sobra uno de los dos. Hasta que los dos se dan cuenta que hay suficiente agua
para todos.
Aparte de los big five, confieso que las jirafas son
los animales que me tienen robado el corazón. Disfruto contemplando su caminar
elegante, viendo como doblan el largo cuello para comer las hojas de la copa de
un árbol o como arman una sutil coreografía, a cámara lenta, para acercarse a
la charca donde están bebiendo los elefantes. Sólo por asistir a este grandioso
espectáculo merece la pena viajar a África.
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