Cambio de continente: regreso a mi
querida África. Un largo viaje en avión, con varias escalas en las que el
tiempo se diluye, me deja en Windhoek, la capital de Namibia, desde donde viajo
en coche hasta Swakopmund. Llego de noche, pero con la mente suficientemente
abierta para ver que Namibia es un país que funciona con
eficacia alemana. Es una África distinta, pero es, al fin y al cabo, África. Al
día siguiente, la visión de las dunas en la carretera de Walvis Bay me lo
confirma, y aún más el largo viaje hacia el norte.
Desde que vi el nombre en el mapa tuve
claro que quería ir a la Costa
de los Esqueletos. El camino hacia el norte desde Swakopmund avanza hacia la
desolación, con el desierto a un lado y el mar bravío al otro. Apenas si hay
pueblos y me cruzo con muy pocos coches. Es un avanzar hacia lo inhóspito,
hacia el no man’s land, quizás hacia
la nada, pero siempre me han atraído los lugares límite.
Costa de los
esqueletos... Así la llamaron los navegantes portugueses por sus corrientes
traidoras, sus densas nieblas y el desierto que acogía a los náufragos.
No había esperanza. Hoy todavía lo atestiguan los restos de los restos de
barcos que jalonan esta costa, como el Zeila,
un pesquero que embarrancó cerca de Henties Bay y que es ahora uno de los objetivos preferidos de los viajeros para ilustrar el dramatismo de
esta Costa de los Esqueletos.
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