Me gusta Plovdiv, la segunda
ciudad de Bulgaria. Tiene un centro tranquilo por el que es agradable pasear, con
edificios señoriales pintados de colores cálidos y unas cuantas colinas por
las que se reparte la ciudad antigua, con apacibles calles empedradas y ruinas romanas. Había siete colinas en Plovdiv, como en Roma, pero
hace unos años arrasaron una para construir un centro comercial. Desastres de
los tiempos modernos, desastres irreparables. En cualquier caso, la visión del teatro romano, en lo
alto de una de las colinas, sobrecoge por su dominio sobre la ciudad.
En el punto más alto, la ciudad
se difumina para abrirse a un descampado con vistas, lleno de piedras antiguas y pintadas modernas, al que acuden los
jóvenes para contemplar la puesta de sol, con botellón incluido. Desde allí puede verse la sucesión de colinas sobre las que
se ha ido expandiendo la ciudad.
Plovdiv, por cierto, se encuentra
a 130 kilómetros de la capital, Sofía, cuenta con un ancho río, el Maritsa, y
con muchos bares en los que la música (con la popular y transgresora chalga en el punto más
alto) no parece detenerse nunca.
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