A veces viajas
para ver amigos, y a veces son ellos los que te viajan. Quiero decir que ellos
te visitan en nombre de la amistad y para contarte cosas de su país. Es lo
bueno de los viajes, que no sólo ves lugares maravillosos, si no que también
descubres muchos amigos por el camino; amigos que te vas reencontrando. Es el caso
de Einar, un amigo al que he visitado varias veces en Islandia y que ahora está
pasando unos días en casa con su esposa, Margrét, y sus tres encantadoras hijas,
Arna Björk, Artis Osk y Hugrun Helga.
Conocí a Einar
en el 2000, viajando por Europa en un tren que no parecía tener ninguna prisa
por llegar a destino. Nos hicimos amigos y al año siguiente me invitó a
Reykiavik, donde pasé un par de meses y donde aprendí a amar esta isla
volcánica que acabaría por inspirarme mi libro La isla secreta, en el que Einar ejerce de guía imprescindible. Un
viaje siempre lleva a otro, y esto es lo bueno: que es la historia de nunca
acaba.
Ahora, cuando
veo a Einar paseando por la Costa Brava,
con su esposa y sus hijas, me parece a veces una persona distinta. Es
inevitable: los años y las responsabilidades pesan. Pero basta con que
empecemos a hablar de los viejos tiempos para volver a encontrar el Einar de
siempre. Y espero que así sea durante muchos años, y a poder ser reunidos en
torno a una mesa mediterránea, viendo como nuestros hijos respectivos se van
haciendo amigos y como la vida va pasando de un modo alegre y festivo.
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