En el templo de
Wat Thmei, en Siem Reap, reina la paz característica de los santuarios budistas,
pero también el intenso dolor de la guerra. En una pequeña estupa, junto al
gran templo, se amontonan los cráneos de las víctimas de los jemeres rojos, la
organización guerrillera camboyana que, bajo el mando de Pol Pot, tomó el poder
entre 1975 y 1979. Más de dos millones de personas murieron por culpa de una
terrible dictadura que pretendía refundar
el país partiendo de los orígenes de la civilización.
Para los jemeres
rojos, la vida en el campo era el punto de partida de todo. Los que vivían en
las ciudades eran reeducados enviándolos a trabajar en el campo, y los que
llevaban gafas eran acusados de intelectuales y considerados sospechosos de
traición al pueblo. Fueron muchos los que fueron asesinados en medio de esta
gran locura.
Cerca de Siem
Reap, el Museo de las Minas Terrestres, fundado en 1997 por Aki Ra, ex niño
soldado bajo los jemeres rojos, muestra el horror de aquel régimen y las minas, balas
y obuses que, todavía hoy, hacen de buena parte de Cambodia un lugar
intransitable. Se calcula que todavía quedan unos cuatro millones de minas en territorio camboyano. Por desgracia, el
rastro de la muerte sigue estando allí.
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