Vista desde las
alturas, Lijiang parece una ciudad de cuento. Los tejados grises y uniformes de
sus bellas casas de piedra, con las altas montañas al fondo, le otorgan una
consistencia etérea, como si hubiera surgido de un sueño. Cuando desciendes a la
ciudad, al atardecer, esperas que el sueño se prolongue, pero no tarda en
convertirse en una especie de pesadilla. Lijiang, una de las ciudades más bien
conservadas de la provincia de Yunnan, con sus calles empedradas sin coches y
sus más de trescientos puentes de piedra, ha sido tomada por masas turísticas que
la han convertido en un parque temático. Me cuentan que la UNESCO la declaró
Patrimonio de la Humanidad
en 1997, pero en vista de los desastre del turismo, se está planteando
retirarle el honor. No me extraña.
Con Lijiang
sucede en buena parte lo que escribió Paul Theroux: “Cuando un lugar adquiere
fama de paraíso, sé que no tardará en convertirse en un infierno”. Las casas y
tiendas tradicionales se Lijiang se han convertido en tiendas dedicadas a los
numerosos turistas; y las antiguas casas que se asoman a los canales han sido
invadidas por una música estridente que invade toda la ciudad. Es una pena,
pero la ciudad de los sueños no tarda en agobiar al viajero.
Cuando nace el
día, cuando la fiebre consumista aún no se ha apoderado de Lijiang, es un buen
momento para hacer las paces con la ciudad. Las calles están vacías y las
tiendas cerradas, y el agua de los canales contribuye a pregonar la calma. En
la plaza bailan unos viejos naxi, la etnia local, y el mercado vibra con
productos exóticos. Un poco más allá, en el Jade Spring Park, el murmullo de
las fuentes, el agua reposada y los templos contribuyen a recuperar la calma y
a hacer las paces con Linjiang, una ciudad que Peter Goullart describió hace
años en Forgotten Kingdom, un libro delicioso que nos devuelve a un pasado en
el que todavía no existía el llamado turismo de masas.
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