Sucede a menudo cuando viajas. Vienes de una paliza de más de veinte horas de vuelo, incluyendo aeropuertos, traslados y cambios de avión, y de repente te meten en un autocar y, casi sin tiempo de descansar, te encuentras inmerso en una road movie que no acabas de entender de qué va. En este caso, llegué a Ahmedabad desde Bombay, me metieron en un autobús llamado Krish y empezaron a pasearme por el estado de Gujarat. Mi compañía: un amigo de Madrid, un yanqui de ciento cincuenta kilos de peso y veinticinco indios que no paraban de sonreir.
En una carretera india pasa de todo: familias enteras en una moto (sin casco, por supuesto), rickshaws repletos, camiones que desafían cualquier límite de carga, conductores que van en contradirección sin inmutarse, una caravana de camellos que se dirige al desierto o una manada de búfalos que cruza con parsimonia el asfalto.
Sabes que, en estas primeras horas, no se trata de comprender nada: estamos en la etapa inicial del viaje, cuando todo consiste en mirar por la ventanilla e ir capturando imágenes que te hacen entender que sí, que estás en la India, un país donde casi todo es posible. El viaje ha empezado y pronto sabrás que has llegado a un nuevo país de las maravillas.
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