En el momento de partir de Malta quedan en la memoria muchos aspectos de esta isla que viene a ser como un portaviones anclado en el medio de Mediterráneo. Por ejemplo: la omnipresencia de la cruz de Malta, ese símbolo de ocho puntas que los caballeros repartieron por doquier:
Encuentras la cruz en todas partes, desde las iglesias importantes a los pueblos más remotos. O en las banderas que los malteses, orgullosos, exhiben en lo alto de mástiles altísimos cuando la festa lo reclama. O en la proa de las embarcaciones pesqueras, como si la cruz les hubiera de proteger de los embates del mar.
Sorprenden también las muchas iglesias, hasta el punto que uno sospecha que incluso hay más que habitantes. Y los símbolos religiosos que uno creía caducos y que aquí todavía se muestran en la calle.
Y, más allá de las numerosas frotalezas, se conservan en mi memoria los muros desgastados de las viejas casas de La Valetta, unos muros que representan mejor que nada el paso de una historia que en Malta alcanza una densidad única.
Y ahí está Malta, en medio del Mediterráneo, recordando el viejo enfrentamiento entre cristianos y turcos, de varios siglos atrás, y recordando que este mar maravilloso sigue siendo un lugar de paso y un lugar de gran poso histórico, a pesar de la trivialización del turismo.
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