De Groenlandia a Mauricio y tiro porque me toca. Algo así, parecido al juego de La Oca, es el mundo de los viajes. En unos pocos días he pasado de las costas árticas y desoladas de Groenlandia a un paisaje tropical que no creo que pueda ser más diferente, con las palmeras y la caña de azúcar como protagonistas. Confieso que llegué a la isla un tanto maltrecho, después de once horas de avión desde París, y que me recibió un cielo nublado que no presagiaba nada bueno, pero aún así me invadió la euforia de aterrizar en un nuevo lugar.
Pues, sí, Mauricio se veía un tanto lúgubre bajo las nubes de tormenta, y más aún cuando, a mi llegada a un hotel de la costa este, empezó a soplar un fuerte viento que sacudía sin compasión a las palmeras. De todos modos, no me arredré. En parte porque estaba en una terraza con vistas al mar (y a las palmeras) y ya se sabe que las tormentas, cuando estas a cubierto y con un gin tonic en la mano, siempre pasan mejor.
Aquí están mis queridas palmeras, pues, meneándose como si bailaran al ritmo de un viento huracanado. Mientras las contemplaba, por cierto, pensé que ya es raro que una isla de llame Mauricio. No sé, es como si se llamara José o Antonio. Francamente, queda mejor Zanzíbar o Madagascar, por hablar de dos islas cercanas. El nombre se lo pusieron los navegantes holandeses en homenaje al príncipe Mauricio de Nassau, pero al quedarse sólo en Mauricio, sabe a poco. Pero, en fin, aquí estoy, en esta isla del Índico que mide la mitad de la de Mallorca y en la que dos terceras partes de la población son indios. El resto, por lo visto en el hotel, deben de ser honeymooners, parejitas en luna de miel que no paran de hacerse arrumacos.
En resumen, que lo bueno de las tormentas tropicales es que no duran demasiado. Vienen, arman el lío... y se van. Y entonces puedes contemplar una playa de ensueño y un mar color turquesa que, francamente, no tiene nada que ver con el de Groenlandia.
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