Hoy me voy de excursión a la parte sur de la isla. Estamos
en invierno, pero la temperatura es de 25 grados y luce el sol. Cosas del
Trópico. Observo por el camino que Mauricio me recuerda a veces a Inglaterra
(conducen por la izquierda), Cuba (abundan las plantaciones de
caña de azúcar), la
Polinesia (hablan francés con acento raro), el Caribe (las
playas, el mar…), la India,
sobre todo cuando paso ante un templo hindú, e incluso otros lugares. ¡Menudo lío!
¿Será isla Mauricio un invento de la
ONU?
Frente al agobio de la región que
rodea a la capital, Port Louis, construida en exceso, prefiero el sur, donde
domina una naturaleza espectacular, especialmente en Chamarel y en el Parque Nacional del
Black River. Bosques bien conservados, aire más fresco y una
densa vegetación que llega hasta la misma orilla del mar para contagiar una sensación de paraíso.
Lo bueno de Mauricio es que, de vez en cuando, casi sin previo aviso, te encuentras con lugares
increíbles. Por ejemplo, la Tierra
de los Siete Colores, un paisaje que parece un decorado y que ejerce de testimonio de la naturaleza volcánica de la
isla.
La carretera que discurre por la
costa sur es amable y discreta, sin mucho tráfico. De vez en cuando, los
pescadores desembarcan en la misma playa y pesan la pesca del día. ¡Eso sí que es
pescado fresco! ¡Y sin intermediarios! Enseguida lo venden todo, y los hay que
hasta se ofrecen para encender una hoguera en la arena y hacerte un pescado o una langosta a
la brasa.
De regreso al hotel se levanta un
viento inesperado, el cielo se llena de nubarrones y el mar se llena de desasosiego. Se acerca otra tormenta. Me sirvo una cerveza fresca y me instalo en la terraza para ver otro gran espectáculo made in Mauritius.
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