Una de las mejores cosas de ir a Dubai es viajar en la Business Class de Emirates. Un lujo. Se está tan bien en este cielo provisional que las seis horas de vuelo desde Barcelona se hacen cortas. Es poco tiempo para las muchas películas de la carta, las copas de champagne, los tres platos de la comida principal, los destilados, la comodidad de la butaca... Lo malo que tiene viajar muy de vez en cuando en Business es que cuando regresas al infierno de la clase turista sabes lo que te pierdes y sufres aún más las estrecheces. Una vez en Dubai, el emirato te sorprende por sus ganas de deslumbrar, de anunciar al mundo que son ricos, muy ricos. Un aeropuerto gigante, la torre más alta del mundo (Burj Khalifa, 828 metros), el shopping mall más grande del mundo, el segundo shopping mall más grande del mundo, el anillo más grande del mundo, un hotel de 7 estrellas... y un calor asfixiante que se acerca a los 40 grados.
Dubai deslumbra, desde luego. Enormes galerías comerciales, estaciones de autobús cerradas y con aire acondicionado, hoteles estupendos, una pista de esquí cubierta, Egipcio imitado, el Big Ben imitado... El gran contraste lo ves cuando, a sólo unos kilómetros de Dubai, te das de bruces con el desierto.
Las dunas son auténticas (aquí no valen las imitaciones), y la tormenta de arena que ciega los ojos y difumina el horizonte también. Es lo que tiene el desierto, que por mucho que lo envuelvas con glamour siempre acaba imponiendo su ley. Cualquier día se planta en el centro de Dubai y les recuerda a los ricos emires que, por muchos rascacielos que levanten, por mucho que creen un mundo paralelo, en el fondo todo es arena.
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