He estado tres veces en la península monástica del Monte Athos, en Agion Oros (la Montaña Santa), como la llaman los griegos. Es un lugar único, cerca de Salónica, en el que se levantan veinte monasterios amurallados que se diría que viven todavia en los lejanos tiempos de Bizancio, en plena Edad Media. El hecho de que estén prohibidas las mujeres, las vacas y las cabras, y que sólo se pueda acceder con el Diamontirion, un salvoconducto firmado por cuatro abades, aumenta la tracción y el misterio de Athos. De entre todos los monasterios que se levantan a los pies de la Montaña Santa, de 2.033 metros de altura, mi preferido es el de Simonopetra.
Simonopetra, un monasterio del siglo XIII que se funde con la roca, tiene todo el aspecto de una lamasería tibetana, con balconadas de madera que se asoman al vacío y monjes que pasean en silencio, lejos del mundanal ruido, con el rostro oculto bajo sus grandes capuchas negras.
En Athos, donde no hay televisores, ni internet ni coches ni publicidad, todo adquiere otra dimensión, como si el mundo real quedara muy muy lejos. Siempre que se acerca el otoño me acuerdo de la Montaña Santa, quizás porque es en esta época, pasados ya los calores del verano, cuando tiene mejor aspecto.
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