Los rituales en la
península monástica de Athos son de los que encogen el alma. La oscuridad del katholikon, las paredes ennegrecidas por
el humo y el tiempo, el hábito negro de los monjes, la luz vacilante de las
velas, el olor a incienso, el brillo de los ornamentos dorados de los iconos…
Todo contribuye a crear un ambiente como de otro mundo; y más cuando el ritual
se alarga durante horas y el aire se llena de los cánticos sombríos de los
monjes, privados de cualquier instrumento.
Tanto en el
ámbito de los monasterios, cargados de un insoslayable peso histórico, como en
las capillas privadas (la foto está tomada en una casa de Karyés), la
solemnidad se impone a las paredes desconchadas, los frescos medio borrados por
el tiempo y las miradas penetrantes de iconos que arrastran un largo historial
milagroso. Cuando el ritual termina, si se celebra alguna fiesta en Athos, cosa
harto frecuente, llega el momento de sentarse a la mesa para disfrutar de un
almuerzo copioso, con buenos manjares y vino de la península, y con el aguardiente
local, el tsipuro, para concluir el ágape..
El ayuno de los monasterios es todo un contraste con esas fiestas de
celebración en las que, por momentos, estalla una alegría mediterránea. Es
entonces cuando eres consciente de estar viviendo la otra cara de Athos, una
montaña sagrada en la que el mundo real parece estar muy, muy lejos.
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