El vuelo de
Katmandú a Paro, el aeropuerto internacional de Bután, es un buen prólogo para
introducirse en la geografía de Bután, un reino oculto entre los altos picos
del Himalaya. Michel Peissel escribió en 1971 un libro titulado Bután secreto, y hay que admitir que
este pequeño país, poblado tan sólo por 600.000 personas, sigue teniendo mucho
misterio. Su nombre en butanés es Druk Yul, que significa “la tierra del trueno
del dragón”, y la única compañía aérea que vuela hasta allí, con un descenso
final vertiginoso, casi rozando las montañas, es Druk Air, cuyos aviones
exhiben un dragón en la cola.
La terminal de
Paro, en la que domina la madera pintada y un gran retrato de los Reyes de
Bután, es pequeña, y los trámites sencillos, siempre que vayas provisto de uno
de los visados más caros del mundo: 250 dólares por día (incluye alojamiento,
comidas y coche con guía). En Bután queda claro, en cualquier caso, que no
quieren turismo barato. Un anuncio que recuerda que está prohibido fumar en
todo el país (la venta de tabaco se castiga con prisión) y la apuesta del
Gobierno por la Felicidad Nacional
Bruta avisan que estamos en un país budista distinto a cualquier otro.
Una vez fuera
del aeropuerto, sorprende la escasez de gente y de coches, sobre todo si
comparamos con el superpoblado Katmandú, y el silencio casi absoluto. En Bután
todo fluye suavemente entre montañas y ríos caudalosos, o por lo menos esta es
la impresión que da de entrada, por unas carreteras en las que la velocidad
máxima es de 50 kilómetros por hora y donde están prohibidas las grandes vallas
publicitarias. En los flancos de la montaña, las numerosas banderolas budistas desplegadas al viento parecen gritar en voz baja:
“¡Bienvenidos a Bután!”.
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