Hay pocas cosas tan placenteras como contemplar un atardecer desde el puerto cretense de La Canea. Bueno, escribo cretense pero también podría escribir veneciano, porque tras la Cuarta Cruzada, en el siglo XIII, los venecianos dominaron la isla, que fue ocupada posteriormente por genoveses y turcos. La larga presencia turca también ha dejado huella en La Canea, pero cuando te encuentras en el acogedor puerto, que data del siglo XV, todo parece respirar un aire clásico que conecta mejor con el espíritu veneciano.
Pasear por las calles empedradas del puerto de La Canea, sobre todo fuera de temporada, cuando el turismo de masas ha desaparecido de la isla, es una experiencia muy agradable. Sobre todo si te pierdes entre las casas nobles o te paras a cenar en un antiguo hamam reconvertido en restaurante. Ésta es una de las gracias de Creta, que dentro de esta isla de mar y montaña se esconden muchos mundos que han heredado algo de las distintas civilizaciones que la han poblado. Los pasos, sin embargo, siempre acaban dirigiéndose a ese puerto en el que el tiempo parece haberse detenido.
La Canea es un buen lugar para decir adiós a Creta. La catedral, la mezquita, la sinagoga... A pesar de que la ciudad ha crecido mucho, quizás demasiado, en el barrio antiguo todo suma en nombre de una belleza que sobrevive en la memoria.
Creo que lugares tan hermosos y Mediterráneos como estos, que aparecen en estas entradas de su Blog, estarían muy bien, para ser ubicaciones de la que sería última novela (y que cerraría el ciclo) del detective privado Max Riera (uno de mis detectives favoritos), antes de volver a Barcelona, y luego a Formentera, cual Ulises del siglo XXI.
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