Hay algo de
irreal en San Pedro, una población fundada por navegantes portugueses en el
siglo XVI que tiene entre 100.000 y 400.000 habitantes (Nota: el censo no es el
punto fuerte de Costa de Marfil). Hay algo irreal en esa ciudad dispersa que
cuenta con el primer puerto mundial en exportación de cacao y en la que no
resulta fácil identificar el centro. Las hermosas playas del frente marítimo, escoltadas
por palmeras y hoteles, apuntan que hay turismo en San Pedro, pero el puerto es
el lugar de mayor actividad.
El puerto se
inauguró en 1971 para descongestionar el de Abidjan. Fue entonces, ante la
perspectiva de un gran futuro económico, cuando la población empezó a crecer
sin orden y sin plan urbanístico. Y es por eso, porque su crecimiento recuerda los
poblados de la “fiebre de oro” del Oeste norteamericano, que aún hoy hay quien la llama
“Ville Far West”.
En la aldea de
pescadores de Digbeu, al final de una degradada pista de tierra roja, la gente
nos recibe alborozada. En la playa se sientan los notables del pueblo, que nos
ofrecen música, danzas, comida, bebida, abrazos, palabras de bienvenida y alegría. Es el África que
baila y ríe. Quizás nos confunden con profetas de una nueve “fiebre del
oro”, de la llegada del turismo a gran escala. Sea como sea, su alegría se
contagia, igual que el entusiasmo con que nos muestran las
cabañas maltrechas, el rincón donde cosen las redes o el horno donde ahuman el
pescado. Cuando nos vamos, el buen rollo que nos han inculcado viaja con nosotros. Unos kilómetros más allá, sin embargo, el contraste con los hoteles de turistas confirma que San
Pedro tiene algo de irreal.
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