Los grandes ríos
siempre me atraen, y más aún si tienen un hálito literario, como es el caso del
Mekong. Navegué por él años atrás, hasta la bella ciudad de Luang Prabang, en
Laos, o al espacioso delta, en Vietnam. En esta ocasión me conformo con cenar
en uno de los chiringuitos que se montan junto al río en Chiang Saen, en
Tailandia. Mantel en el suelo, comida buena y barata y una luz que viste el río
de plata y se resiste a retirarse.
En el puerto de
Chiang Saen hay barcazas que transportan mercancías a la
China. Un poco más al este, desde Chiang
Khong, puedes navegar río abajo, hasta Luang Prabang. No muy lejos se encuentra
el lugar donde coinciden las fronteras de Tailandia, Birmania y
Laos. La tentación de ir más allá siempre está presente.
De todos modos,
se está tan bien cenando junto al Mekong que la tentación puede
aplazarse. Lo que toca hoy es disfrutar del momento y sumergirse en la
literatura que desprende este río mítico de 4.350 kilómetros que nace en el
Himalaya y desemboca en el Mar de la China Meridional.
Duermo en una pensión cerca del río y me asaltan exóticos sueños que parecen
salidos de las novelas de Joseph Conrad. Mekong, por cierto, significa “la
madre del agua”, un bonito nombre.
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