Siempre quise
viajar a Samarkanda... Supongo que el anhelo surgió hace muchos años, cuando
descubrí, leyendo La casa dorada de Samarkanda,
que Samarkanda era una de esos nombres mágicos que incitan a la aventura. Igual sucede con Zanzíbar, Madagascar y Tombuctú... Entonces me gustaba leer
y releer las aventuras del Corto Maltés por Samarkanda, y me atraía la ciudad porque
había sido etapa destacada de la
Ruta de la Seda,
etiqueta que asocio a viajes soñados y a caravanas de camellos que avanzan lentamente por
el desierto, cargadas de tesoros exóticos rumbo al infinito y más allá.
Hasta ayer, Samarkanda era sólo un
nombre subrayado en el mapa. Hoy, tras muchas horas de carretera –demasiadas- por
fin he llegado allí. Es tarde, cerca de medianoche, y me cuesta contener la
emoción. Con la nariz pegada a la ventanilla del minibús, veo cómo se van
sucediendo suburbios fantasmales con feos edificios y calles vacías y mal
iluminadas punteadas, muy de vez en cuando, por el esplendor de una mezquita o los
restos de murallas desmoronadas.
El cansancio aconseja, tras el largo
viaje, ir directamente al hotel a descansar. Después de registrarme, sin embargo, no resisto
la tentación de ir a visitar el Registán, el bellísimo conjunto de edificios que
resume el esplendor de la ciudad. Bajo una niebla inquietante que difumina la
luz tímida de las farolas, admiro la impresionante mezquita de Ulughbek y las madrazas
contiguas, maravillas que parecen haberse confabulado para acotar una
plaza enorme asediada por lejanos ecos de la Ruta de la Seda.
Mientras contemplo el Registán, solo
en medio de la plaza, rodeado de frío, silencio y majestad, me doy cuenta de
que Samarkanda tiene por la noche un aire irreal, de otro mundo, con la niebla
tejiendo un velo de misterio alrededor de este espacio mágico.
Permanezco unos minutos disfrutando de la soledad del Registán, hasta que
me parece ver una sombra que huye. ¿Quién puede ser?
¿Alguien que busca un lugar donde cobijarse?, ¿un turista perdido?, ¿un
ladrón?... La sombra se esfuma en la noche… Mientras vuelvo caminando hacia el
hotel, encogido por el frío, pienso que quizás se trataba del Corto Maltés, el aventurero
de La casa dorada de Samarkanda, el
hombre de largas patillas, tabardo azul y gorra de marino que no se arredraba
ante nada. No me extrañaría que estuviera allí para reivindicar Samarkanda como
dominio irrenunciable del misterio y la aventura.
A la mañana siguiente, cuando regreso al Registán, compruebo que la luz
del día le arrebata buena parte de su misterio. Lástima. Hay grupos de turistas, vendedores ambulantes,
fotógrafos de lance e incluso una pareja de novios que ha venido a hacerse unas
fotos frente al monumento. Del Corto Maltés, ni rastro.
Otro nombre que no puede faltar en la lista de lugares para soñar es Mandalay.
ResponderEliminarTienes toda la razón. Tuve la suerte de viajar a Birmania en 2005 y recuerdo que quise ir a Mandalay por la musicalidad del nombre. No me decepcionó, como tampoco la navegación por río hasta los templos de Bagan. Una maravilla
ResponderEliminarTal vez el Corto Maltés se haya retirado a New York, La Costa Brava o Berlin...no es tan excitante pero ya se sabe...la edad no perdona.
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