Los viajes, a menudo, tienen momentos raros. Es lo que
tiene salir de la monotonía del día a día. En Bukhara, por ejemplo, acabamos
cenando en una madraza-museo. La mesa estaba dispuesta en el corazón de la
antigua madraza y a nuestro alrededor había vitrinas con trajes típicos, platas decoradas e
instrumentos de música. Era todo muy raro; y hacía frío. Una estufa de gas trataba
de calentar la sala, pero los frecuentes cortes de suministro convertían en
inútil su propósito.
La
cena estuvo bien: pepinos, tomates, cebolla y riquísimos mantis de calabaza y de carne con cebolla. Y un pan de horno de leña exquisito. Por cierto, a la
ensaladilla rusa los rusos la llaman Salade Olivier. Curioso y significativo. O
sea, que de rusa tiene poco.
En la sobremesa, con la llegada del
vodka, la conversación se animó. Empezó Iuri, el ruso, que nos contó que había
nacido en Yalta, ahora en territorio ucraniano. “Siempre que puedo regreso allí”,
dijo con los ojos húmedos. “Es mi lugar preferido en el mundo”.
Tatiana,
rusa nieta de deportados, nos cautivó contando que había nacido en los Montes
Altai, en Siberia. “Viví allí 24 años y recuerdo que hacía mucho frío y que
había mucha nieve, pero guardo un buen recuerdo de aquella región”.
La
nostalgia es una buena aliada de la infancia, aunque para Katerina, una de les
ucranianas, lo más bonito que había visto hasta entonces era
Italia. “Adoro el Mediterráneo”, suspiró. “Me encantaría viajar a Barcelona”.
Pude comprobar que Barcelona cuenta con muchos puntos en el ranking de destinos soñados, pero me sorprendió comprobar que tanto rusos como ucranianos sueñan con viajar al pueblo valenciano de Bunyol. El motivo: la Tomatina, esta fiesta de multitudes en la que se lanzan tomates a espuertas y la calle acaba tapizada de ketchup. Lo habían visto en la tele y lo encontraban excitante, más incluso que los Sanfermines, un clásico antes de la fiesta tomatera.
Pude comprobar que Barcelona cuenta con muchos puntos en el ranking de destinos soñados, pero me sorprendió comprobar que tanto rusos como ucranianos sueñan con viajar al pueblo valenciano de Bunyol. El motivo: la Tomatina, esta fiesta de multitudes en la que se lanzan tomates a espuertas y la calle acaba tapizada de ketchup. Lo habían visto en la tele y lo encontraban excitante, más incluso que los Sanfermines, un clásico antes de la fiesta tomatera.
Cuando nos trajeron la nota, se inició el
típico tráfico de 1.000 soms, el billete más grande de Uzbekistán, que equivale
a unos 0,30 euros. Este desfase contable te obliga a ir siempre con los
bolsillos abultados de billetes. “Pagar una cena es fácil”, se reía la uzbeka
Mashenka mientras iba amontonando billetes sobre la mesa. “Lo divertido es cuando
tienes que pagar un coche que puede costar 30 millones de soms. La gente suele
pagarlo en billetes porque no se fía de las tarjetas de crédito y llegan a
amontonar hasta treinta mil billetes de 1.000 soms”.
Un exceso, din duda. Y pensar que
Joan Laporta cobró 10 millones de euros por asesorar a un magnate uzbeko… Si
hubiera cobrado en soms serían 24.500 millones. O sea: 24,5 millones de
billetes de 1.000 soms. Como para cobrarlo al contado… Uf!
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