Hay, cerca de Bukhara, un lugar que conmueve: el
mausoleo de Bakhautdin Naqshband, un místico sufí de quien se dice que era muy
milagroso. Vivió en el siglo XIV y sus seguidores, que forman la orden sufí más
influyente del mundo, le levantaron un mausoleo en el siglo XVI. Hace unos años
este lugar sagrado para los sufís era una pura ruina, pero los fieles seguían
visitándolo con devoción. Daban tres vueltas alrededor de un tronco muerto que
consideran sagrado, dejaban unos billetes bajo el mismo, pedían un deseo y se
esforzaban por arrancar una astilla que les serviría de protección.
En el
2003 el santuario fue restaurado. A mi parecer, en exceso. Reconstruyeron
mezquitas, madrazas y mausoleos tan a fondo que parecen nuevas, dándoles un
esplendor de nuevo rico, pero los fieles siguen acudiendo al lugar que más les
importa, el árbol de los deseos, el tronco sagrado que les protege de un futuro
aciago, y se esfuerzan por arrancar una astilla con ayuda de un cuchillo.
No
muy lejos del santuario se encuentra el palacio de verano del emir, construido
a principios del siglo XX en un estilo mezcla de ruso y centroasiático. El emir
era un hombre cruel que mató a dos enviados británicos, pero deja entrever en
su palacio, lleno de objetos traídos de lugares lejanos, que le atraía la
ostentación.
Mientras paseo por el palacio, sin
embargo, no puedo evitar pensar en el tronco de los deseos del santuario sufí,
donde, lejos de tanto lujo, una sola astilla basta a los devotos para sentirse
los seres más afortunados del mundo.
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