Llegan noticias de Tombuctú que
hablan de la presencia de tropas francesas y del fin de una historia de terror
impuesta por los seguidores de Al Qaeda. Las
escuelas vuelven a funcionar, ya no está prohibida la cerveza y ya no se destruyen ni los antiguos manuscritos
ni los santuarios de los santones. Tombuctú vuelve a ser lo que era, una ciudad
mítica en pleno desierto de Malí, muy cerca del río Níger. Recuerdo que cuando
llegué allí, ya hace años, escribí que lo mejor de Tombuctú era el largo viaje
por el río, la expectación que creaba aquel nombre mítico.
Me acuerdo ahora de las calles y
de las casas de Tombuctú, invadidas de arena, y de los museos donde guardaban
maravillosos manuscritos. Dicen que muchos los escondieron y que han conseguido salvar un 80%. Es buena noticia, pero siempre es malo saber que un 20% se ha
perdido por culpa del fanatismo.
Las calles volverán a ser lo que
eran, pero Tombuctú seguirá siendo una especie de ciudad de arena, como salida
de la imaginación de Borges, siempre arrastrando las leyendas de sus tesoros y de los
exploradores que consiguieron llegar hasta ella en el XIX. Recuerdo que cuando estuve
allí conocí a un arquitecto francés que iba a hacer un informe para una ayuda
del Banco Mundial. “Es triste reconocerlo”, me confesó, “pero el único gran
tesoro de Tombuctú es el nombre. El resto es puro abandono…”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario