Los viajes ya no son lo que eran. Antes todo se tomaba un tiempo y los desplazamientos eran lentos y paulatinos, pero en los últimos años es como si hubiéramos entrado en un acelerador de partículas que nos traslada casi con sólo pensarlo. Acabo de llegar a Tokio, lejos, muy lejos de casa, tras un viaje en avión de dieciséis horas. El horario no es el mismo, claro, la cotidianedad está totalmente alterada, pero los viajes de hoy son así: no te dan tiempo de asimilar el cambio. Es como si me estuviera moviendo por un mundo virtual en el que la realidad es siempre líquida y sospechosa... hasta que una cerveza helada, una Kirin, te sitúa de golpe e el nuevo hábitat japonés y te hace asimilar los cambios acelerados.
En el primer paseo por la ciudad he podido ver de nuevo que, a pesar de la modernidad de Tokyo, a pesar de sus fríos escenarios tipo Blade Runner, la tradición sigue estando presente. Lo he certificado cuando he visto a ciudadanos japoneses emocionarse ante los primeros ciruelos en flor de los Jardines Imperiales.
Los admiraban en silencio, olían las flores, las acariciaban, las fotografiaban, sonreían gozosos... Todavía no es el esplendor de los cerezos en flor, que llegará en abril y será una gran fiesta, pero es un primer aviso de que el invierno empieza a decllinar y que la rueda de la vida sigue girando.
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