El genocidio amenio sucedió hace
exactamente 98 años. Millón y medio de armenios murieron entonces a manos de los turcos, aunque
hay quien eleva la cifra a dos millones. Fue en cualquier caso una barbaridad, una
masacre que, por increíble que parezca, todavía hoy muchos países no reconocen.
Israel y España, por ejemplo (o mejor dicho, por mal ejemplo), no lo aceptan,
aunque sí lo han hecho los Parlamentos de Euskadi y Catalunya. La geoestrategia
y los malabarismos políticos para no enemistarse con Turquía tienen la culpa.
Vergonzoso. Y, mientras, centenares de miles de armenios desfilan cada año por Yereván
para depositar flores en el monumento dedicado a la memoria del genocidio.
Niños, jóvenes y mayores han
desfilado unidos, con flores en la mano y el corazón encogido, para recordar a
sus antepasados asesinados y luchar por un reconocimiento que tarda demasiado
en llegar. La noche anterior, los jóvenes tomaron las calles del centro para,
con banderas y velas, luchar por este reconocimiento que se resiste. Confieso
que me he emocionado al asistir hoy a esta gran demostración de memoria
histórica. Hacía un día espléndido y destacaba en el horizonte el imponente
monte Ararat, el símbolo armenio que se encuentra actualmente en territorio
turco.
“Mientras un millón de personas
desfile cada año, hay esperanza para el pueblo armenio”, reflexionaba Haig, un
armenio de la diáspora libanesa. Y un armenio nacido en Argentina me decía: “El
peso del genocidio sobre las siguientes generaciones sigue siendo una carga muy
fuerte. El reconocimiento global es necesario para aliviarnos, pero pasan los
años y no llega…”.
En
2015 hará cien años del genocidio. Esperemos que para este año no haya que
seguir reivindicando la obviedad de un reconocimiento que, cuanto más tarda en llegar, más llena de oprobio a los países que lo niegan.
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