Hay viajes que hace tiempo que
tenías en mente y que, por uno u otro motivo, has ido aplazando indefinidamente,
hasta que llega un día en el que, por fin, el viaje se concreta y lo disfrutas incluso
mucho más que si lo hubieras realizado años atrás. En mi caso, Armenia era ese asunto
pendiente. Me interesa la historia de Armenia, quería ir a Armenia, me había
documentado sobre Armenia, había hablado del tema con amigos y con armenios exiliados… pero
siempre había algo que a última hora frustraba el viaje.
Ahora,
por fin, estoy en Yereván, la capital de Armenia, y lo visto hasta ahora no me
decepciona. Es más, en cuanto vi el primer cartel escrito en armenio, una
lengua con alfabeto propio llena de letras curiosamente redondeadas, supe que
me estaría a gusto en este país.
Y así es hasta ahora. Me gusta
pasear por Yereván, por unas calles que a veces me recuerdan Moscú y a veces
París, con unos monumentos exagerados, como el de la Madre Armenia que sustituyó al
de Stalin hace más de cincuenta años, o como el de la superlativa Cascade, a la
que, con mucho acierto y en busca de la proporción adecuada, le han puesto unas
grandes esculturas de Botero a sus pies. Y es que, puestos a hacer las cosas
grandes, las esculturas no podían hacer el ridículo.
Y van pasando los días en
Armenia, viendo a amigos que hacía años que no veía, como el gran Davit
Muradyan, escritor, pianista y cinéfilo, descubriendo nuevos lugares, yendo a
la Ópera y dejándome fascinar por esos rostros armenios que parecen haber sido
esculpidos en el taller de un gran escultor para lograr una imagen interesante,
dura y a veces un tanto altiva que les permita soportar el horror de un
genocidio que hace ya casi cien años que gravita sobre su memoria.
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