En Masai Mara,
una reserva de 1.500 kilómetros cuadrados, uno se siente transportado a un
maravilloso mundo pretérito en el que la Naturaleza lo es todo. Escribió el escritor Alberto Moravia que viajar
África es, en cierto modo, viajar a la Prehistoria. Tenía
razón. Y es que aquí tienes la impresión de que la civilización occidental
queda muy lejos. Ni los castillos ni las ermitas dominan un paisaje en el que
se imponen los grandes árboles y la extensa sabana. Y la fauna salvaje, por
supuesto, con el león como gran protagonista.
De los Cinco
Grandes (elefante, rinoceronte, búfalo, león y leopardo), el león es el animal
más buscado por los visitantes de Masai Mara. Y están de suerte, ya que se
calcula que hay unos cuatrocientos en la reserva. Suelen agruparse en manadas y,
cuando el sol está alto, no parecen muy partidarios de la actividad física. Yacen a
la sombra, bostezando, y apenas si se mueven cuando los turistas les ametrallan
con sus cámaras. Permanecen inactivos unas veinte horas al día, un exceso.
El león es el felino
más grande. Puede llegar a los 250 kilos de peso y cuando está en libertad vive
entre diez y catorce años. Me contaron en Botswana que “no suelen comer hombres
porque les molesta que los jirones de ropa se les queden entre los dientes”. Es
una curiosa opinión, aunque el libro de Los
devoradores de hombres del Tsavo, del coronel John Henry Paterson, la
desmiente. En 1898, durante la construcción del ferrocarril en la región keniana
de Tsavo, los leones se zamparon a más de treinta hombres. En resumen, que es
muy probable que los leones prefieran engullir cebras, ñus o gacelas, pero, por
si acaso, es mejor no acercarse demasiado.
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