De Nairobi a la
reserva de Masai Mara hay 270 kilómetros. Si estuviéramos en Europa podríamos
calcular unas tres horas. Pero estamos en África, y la diferencia es
importante. De entrada hay que sumarle el atasco de Nairobi; y también hay que
tener en cuenta que una carretera africana siempre tiene sus sorpresas. Tramos sin
asfaltar, por ejemplo, obras caóticas o gente caminando por el arcén, a
menudo con un fardo en la cabeza. Sipongo que por todo ello hay carteles enormes que te
piden paciencia. Como éste que indica: “Créeme, llegarás. ¡No corras!”.
Cuando llegamos
al valle del Rift, que se abre como un mundo perdido después de un fuerte
descenso, el paisaje cambia de repente. Aparecen la sabana, los remolinos de polvo, las acacias
de sombra y los grandes horizontes. En resumen, el África que esperábamos. Si
abres la ventanilla, hueles una mezcla dulzona que podría resumirse en la suma
de combustible mal quemado y fruta podrida. Al cabo de cuatro horas llegamos a
Narok, la ciudad más grande de los masais, puro contrasentido. Poco después
llega la desviación a Masai Mara, una pista en mal estado que se supone que
forma parte de la ambientación.
Una hora después nos encontramos con los grandes rebaños de los masais, y con gacelas, cebras, jirafas…
Por fin estamos en el África que hemos venido a ver, en esta África que, según Alberto Moravia, te traslada a la prehistoria. Empieza la
aventura, o por lo menos el mejor sucedáneo de aventura que se conoce.
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